domingo, 27 de agosto de 2017

Rincones de Córdoba con encanto - 23 Plaza del Cardenal Toledo

Plaza del Cardenal Toledo / Alma de patio señorial
La fuente de blanco mármol que embellece la plaza de las Dueñas o del Cardenal Toledo le da aspecto de patio señorial; un patio hospitalariamente abierto a cuantos viajeros sepan apreciar su umbroso sosiego. “Cuidada y pulcra, es, sin tener el prestigio monumental de otras, un hermoso rincón cordobés”, escribió de ella Ricardo Molina.
De 1945 data el aspecto actual de la plaza, cuya remodelación fue obra del arquitecto municipal Víctor Escribano, que convirtió “un solar con árboles a los que los arrieros ataban sus burros” en el acogedor espacio que es hoy: un triangular corazón verde que se extiende sobre parte del solar del antiguo convento de Santa María de las Dueñas, que fue suprimido en el año 1868, a raíz de la exclaustración.
Ameniza la plaza un jardín de planta triangular. Setos de evónimos y acequias de azulejos dibujan los parterres poblados de rosas, que regalan su aroma bajo la sombra protectora de la arboleda; sobresale un soberbio cedro del Himalaya, aventajado en altura por una palmera washingtonia. Pero también se aprecian tuyas, fresnos, plátanos de sombra, acacias, ailantos y palmeras. En el centro, salvando el desnivel con escalones y rampas ajardinadas, se extiende una pequeña meseta pavimentada con enchinado artístico, y en medio de ella, la esbelta fuente de blanco mármol italiano, que ilumina el sol de mediodía. Cuatro bancos de mármol invitan a tomar asiento para sentirse transportado a un patio señorial.
La hermosa fuente, labrada por los artistas García Rueda, tiene un pilón circular, del que surge la airosa columnilla que soporta la taza, y sobre ésta, otra menor sustenta un surtidor que eleva su agua al cielo, y al desmayarse sobre la taza derrama por el borde cristalinos encajes. El rumor refrescante de esta música acaricia el oído del viajero que, olvidándose del tiempo, haya tenido la sensibilidad de apreciar este oasis. Arropados por tanta belleza, para ellos cotidiana, jóvenes parejas de estudiantes –cercano está el instituto Maimónides– desgranan palabras de amor.
En las últimas décadas la plaza ha renovado parte de su perímetro, sustituyendo las antiguas casas –una de ellas albergó hasta su traslado a La Torrecilla, en 1975, el diario Córdoba– por edificios de cuatro plantas. En cambio, permanece invariable la vertiente oriental, recorrida por la austera fachada del convento de Nuestra Señora de la Concepción, de Benitas y Bernardas Recoletas, popularmente conocido por el Cister, instalado hacia 1671 en las antiguas Cuadras del Rey, cuya grácil espadaña blanca y ocre –casi se la puede tocar– llama a misa dominical.
La paz conventual que irradia el Cister sobrevuela la plaza. Si uno desea percibir la espiritualidad que anida tras los muros ha de traspasar la puerta señalada con el número 16, tras la que un patinillo cubierto comunica con el torno. Poco más abajo, ya en plena calle Carbonell y Morand, sorprende la barroca portada de la iglesia conventual, labrada en 1729 en piedra gris; a Inmaculada de la hornacina se perdió en 1931, y la que hoy se ve data de 1939.
Salvo el goteo de autos, la plaza de las Dueñas no ha perdido el sosegado ambiente que siempre la caracterizó. Sentarse en sus bancos para oír el murmullo del surtidor trenzado con los cantos de los pájaros es la mejor terapia contra el estrés de la vida moderna.
Entre las calles que desembocan en la plaza de las Dueñas ofrece especial encanto la dedicada al obispo Fitero –el primero que rigió la diócesis tras la conquista cristiana–, quebrada y angosta, que, tras discurrir durante un buen trecho junto a la tapia del huerto de las Capuchinas, incorpora en el último tramo la blasonada portada gótica de una casa señorial, adosada a la fachada del edificio nuevo. Gotas de encantos pueblan por doquier los rincones de la ciudad.

Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003













domingo, 20 de agosto de 2017

Rincones de Córdoba con encanto - 22 Plaza de la Fuenseca

Plaza de la Fuenseca / Agua clara de pueblo
La Fuenseca tiene un nombre paradójico, pues no está seca; la hermosa fuente vierte el agua fresca sobre el pilar por cuatro viejos caños de bronce. El primero por la izquierda es el más apreciado tradicionalmente por los vecinos del barrio que acudían a proveerse de agua para el consumo doméstico, como denota el desgaste del contiguo poyo de piedra originado por el roce de miles de cántaros a lo largo de casi dos siglos, que es la antigüedad de la fuente actual.
Como en otros rincones remozados por Vimcorsa, la Fuenseca ostenta una inscripción que resume escuetos datos históricos: “La plazuela adquiere su nombre por la fuente, que a su vez toma su nombre de una original, de poca agua, existente en la calle Alfaros, hasta que en 1760 se traslada al centro de esta plaza. En 1808 se quita de ese lugar y se instala la actual, una de las más hermosas de la ciudad”. Los cuatro caños se inscriben en un frontal de piedra gris rematado por el escudo de Córdoba, y, bajo él, una inscripción ratifica que “esta fuente se trasladó de el medio de esta plaza a este sitio año 1808”.
Lo más encantador de la fuente es, sin duda, la tosca imagen de San Rafael que la preside, escoltada por dos artísticos faroles. Por la noche incorpora la fuente un detalle estético que aumenta su encanto: los reflectores colocados bajo el agua del pilar proyectan sobre el testero los reflejos temblorosos que se originan sobre la superficie al caer los chorros, lo que produce un efecto de tenue llamarada, como si ardiera la piedra a los pies del Custodio; contrasta esa vibración con la blanca luz de los dos faroles que flanquean la imagen, faros en las noche para orientar a viajeros errantes.
Al conjunto le presta mucho encanto la pequeña torre mirador que hace esquina con la calle Juan Rufo. Apenas si ha variado este armonioso conjunto con los años, como atestiguan las viejas postales. Una plaza tan pintoresca no pasó desapercibida para la sensibilidad de un artista observador como Julio Romero de Torres, que la llevó repetidamente a los fondos de sus cuadros. Por cierto que María Teresa López, la Chiquita Piconera, habitó en este perímetro.
En la misma vertiente perdura el cine Fuenseca, uno de los pocos locales de verano que sobreviven en Córdoba, que bajo el eslogan “cine a la luz de la luna” ofrece a precios populares los estrenos de la última temporada. Pero la película suele ser, a menudo, un mero pretexto para sentarse al aire libre y compartir los fotogramas con la cerveza fresca y las pipas saladas.
No hace tantos años proliferaban en Córdoba los cines de verano, y no había barrio sin el suyo. Entre ellos aún recuerdan los cordobeses mayores aquella encantadora terraza del Góngora, que, como detalle de distinción, tenía mecedoras en la zona del ambigú. Qué tiempos. Pero la crisis del negocio o el aprovechamiento urbanístico fueron aniquilándolos, y este verano de 2003 sólo persisten cuatro de los más tradicionales; además del Fuenseca, Delicias, Coliseo San Andrés y Olimpia. Otra costumbre en extinción.
Del ángulo opuesto al del cinematógrafo arranca la angosta calle Santa Marta, que ya en su nombre anticipa la cercanía del convento de Jerónimas. Completan el perímetro urbano casas encaladas de dos alturas.
La plazuela es un rectángulo de no más de 180 metros cuadrados, adyacente a la calle de Juan Rufo. La actuación de Vimcorsa la ha redimido de su antigua condición de aparcamiento. El pavimento de menudos cantos rodados queda preservado de los autos por postes de hierro y cadenas. Un acogedor oasis en el que es posible recuperar la ilusión de la Córdoba de ayer entre el arrullo de los caños, cuyo perenne canto a cuatro voces ayuda a abstraerse del tráfico de paso.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003