domingo, 14 de octubre de 2018

Rincones de Córdoba con encanto, 84 Las Ermitas


Las Ermitas / Bendita soledad
Sobre la puerta antigua de las Ermitas, dos palabras compendian lo que el lugar regala a todo aquel viajero que sepa apreciarlo: “Bendita soledad”. Y en el vestíbulo, junto a una desnuda cruz de madera, antiguas inscripciones invitan a la meditación. “Detén el paso y advierte / que este lugar te convida / a que mueras en la vida / para vivir en la muerte”, reza una. El viajero de hoy acaso no comprenda muy bien el grado de renuncia que este apartado desierto exigía a los antiguos ermitaños, pero sí percibe la espiritualidad, incluso laica, que desprende el ambiente. Y es que en las Ermitas se toca el cielo, como insinúa el verso de Antonio Fernández Grilo: “Muy alta está la cumbre, / la cruz muy alta, / para llegar al cielo / ¡cuán poco falta!”.
Los venerables ermitaños, de luenga barba y pardo sayal, desaparecieron de este paisaje en 1958, cuando entró en crisis su modelo religioso y tomaron el relevo los Carmelitas descalzos. Pero su recuerdo flota en el ambiente, alentado por los textos escatológicos y la paz de cementerio que inspiran los cipreses apuntando al cielo. Si hay un lugar mágico y ascético en los alrededores de Córdoba es el Paseo de los Cipreses, empedrado camino que asciende en suave pendiente entre el sobrecogedor abrazo de las copas afiladas que arañan el cielo.
Las mañanas invernales de niebla confieren al paseo un esplendor misterioso que, en alianza con el silencio, transmite una profunda paz interior. Al término del paseo, un rojo pedestal de ladrillo sustenta la escueta Cruz del Humilladero, erigida “a la memoria del Excmo. Sr. D. Federico Martel de Bernuy, Conde de Torres-Cabrera, y del Menado, protector de este santo retiro”. Y bajo la lápida, una pequeña hornacina enrejada cobija la anónima y tenebrosa calavera: “Como te ves, yo me vi; / como me ves, te verás. / Todo para en esto aquí! / Piénsalo y no pecarás”.
La antesala de la iglesia es una explanada sombreada por palmeras a la que se abre la ermita de la Magdalena, edificada en 1798 “a devoción y expensas del Exmo. Sr. Duque de Arión”, una de las trece diseminadas por el desierto, que muestra al viajero la mortificada vida de los antiguos eremitas. Junto a ella, el cementerio de anónimos nichos, uno de ellos abierto, a la espera del próximo inquilino.
Una portadita neoclásica de rojo ladrillo invita a entrar en la recoleta iglesia. “Silencio”, insiste un rótulo. El tiempo parece detenido en el interior del templo, que traslada a otra época. Hasta el punto de imaginar el visitante que de un momento a otro los ermitaños van a tomar asiento en los bancos de madera adosados a los muros de la nave. Pura ilusión. Ya no hay más ermitaños que los de los retratos antiguos que pueblan el sotocoro, como el venerable Francisco de Santa Ana, el hermano Pedro de Cristo –cuyos restos reposan en el crucero– o el hermano Telesforo de Jesús María, que “resplandeció en todo género de virtudes” y murió en 1912 con “cerca de los 90 años de edad y 65 de vida eremítica en este desierto”. Desde el retablo neobarroco, que reemplaza al destruido por un incendio en 1836, una imagen sedente de la Virgen de Belén preside las celebraciones. Tras la cabecera del templo pervive la antigua sala capitular, presidida desde su camarín por la Virgen de las Victorias.
De nuevo en el exterior, el viajero baja ahora hasta la explanada conocida como Balcón del Mundo, espléndido mirador a cuyos pies se extiende Córdoba y el alomado paisaje campiñés. Desde un altísimo pedestal bendice la ciudad una colosal estatua del Corazón de Jesús labrada por Lorenzo Coullaut Valera y erigida en 1929. Repare el viajero en el delicado bajorrelieve de mármol situado al pie del pedestal.
A la derecha del recinto, donde la explanada se asoma al antiguo acantilado conocido como Rodadero de los Lobos, se alza una desnuda cruz y, junto a ella, el sillón de piedra que mandó instalar en 1803 un prelado caprichoso, Pedro Antonio de Trevilla, por lo que se le conoce como “sillón del obispo”. Siguiendo una antigua tradición, las muchachas casaderas toman asiento en él con la esperanza de encontrar al hombre de su vida. Al abandonar la “isla silenciosa”, como llamó a este lugar el poeta Pablo García Baena, puede que el viajero sienta lo que el Marqués de Lozoya dejó escrito en el libro de visitas: “El que pasa en este recinto un breve rato, sale siempre con un poquito de paz en el corazón”.

Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003





























































































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