Las Ermitas / Bendita soledad
Sobre la
puerta antigua de las Ermitas, dos palabras compendian lo que el lugar regala a
todo aquel viajero que sepa apreciarlo: “Bendita soledad”. Y en el vestíbulo,
junto a una desnuda cruz de madera, antiguas inscripciones invitan a la
meditación. “Detén el paso y advierte / que este lugar te convida / a que
mueras en la vida / para vivir en la muerte”, reza una. El viajero de hoy acaso
no comprenda muy bien el grado de renuncia que este apartado desierto exigía a
los antiguos ermitaños, pero sí percibe la espiritualidad, incluso laica, que
desprende el ambiente. Y es que en las Ermitas se toca el cielo, como insinúa
el verso de Antonio
Fernández Grilo: “Muy alta está la cumbre, / la cruz muy alta, /
para llegar al cielo / ¡cuán poco falta!”.
Los
venerables ermitaños, de luenga barba y pardo sayal, desaparecieron de este
paisaje en 1958, cuando entró en crisis su modelo
religioso y tomaron el relevo los Carmelitas descalzos. Pero su recuerdo flota
en el ambiente, alentado por los textos escatológicos y la paz de cementerio
que inspiran los cipreses apuntando al cielo. Si hay un lugar mágico y ascético
en los alrededores de Córdoba es el Paseo de los Cipreses, empedrado camino que
asciende en suave pendiente entre el sobrecogedor abrazo de las copas afiladas
que arañan el cielo.
Las mañanas
invernales de niebla confieren al paseo un esplendor misterioso que, en alianza
con el silencio, transmite una profunda paz interior. Al término del paseo, un
rojo pedestal de ladrillo sustenta la escueta Cruz del Humilladero, erigida “a
la memoria del Excmo. Sr. D. Federico Martel de Bernuy, Conde de
Torres-Cabrera, y del Menado, protector de este santo retiro”. Y bajo la
lápida, una pequeña hornacina enrejada cobija la anónima y tenebrosa calavera:
“Como te ves, yo me vi; / como me ves, te verás. / Todo para en esto aquí! /
Piénsalo y no pecarás”.
La antesala
de la iglesia es una explanada sombreada por palmeras a la que se abre la
ermita de la Magdalena, edificada en 1798 “a devoción y expensas del Exmo. Sr.
Duque de Arión”, una de las trece diseminadas por el desierto, que muestra al
viajero la mortificada vida de los antiguos eremitas. Junto a ella, el
cementerio de anónimos nichos, uno de ellos abierto, a la espera del próximo
inquilino.
Una portadita
neoclásica de rojo ladrillo invita a entrar en la recoleta iglesia. “Silencio”,
insiste un rótulo. El tiempo parece detenido en el interior del templo, que
traslada a otra época. Hasta el punto de imaginar el visitante que de un
momento a otro los ermitaños van a tomar asiento en los bancos de madera
adosados a los muros de la nave. Pura ilusión. Ya no hay más ermitaños que los
de los retratos antiguos que pueblan el sotocoro, como el venerable Francisco
de Santa Ana, el hermano Pedro de Cristo –cuyos restos reposan en el crucero– o
el hermano Telesforo de Jesús María, que “resplandeció en todo género de
virtudes” y murió en 1912 con “cerca de los 90
años de edad y 65 de vida eremítica en este desierto”. Desde el retablo
neobarroco, que reemplaza al destruido por un incendio en 1836, una imagen sedente de la Virgen de
Belén preside las celebraciones. Tras la cabecera del templo pervive la antigua
sala capitular, presidida desde su camarín por la Virgen de las Victorias.
De nuevo en
el exterior, el viajero baja ahora hasta la explanada conocida como Balcón del
Mundo, espléndido mirador a cuyos pies se extiende Córdoba y el alomado paisaje
campiñés. Desde un altísimo pedestal bendice la ciudad una colosal estatua del
Corazón de Jesús labrada por Lorenzo Coullaut
Valera y erigida en 1929. Repare el viajero en el delicado
bajorrelieve de mármol situado al pie del pedestal.
A la derecha
del recinto, donde la explanada se asoma al antiguo acantilado conocido como
Rodadero de los Lobos, se alza una desnuda cruz y, junto a ella, el sillón de
piedra que mandó instalar en 1803 un prelado
caprichoso, Pedro Antonio
de Trevilla, por lo que se le conoce como “sillón del obispo”.
Siguiendo una antigua tradición, las muchachas casaderas toman asiento en él
con la esperanza de encontrar al hombre de su vida. Al abandonar la “isla
silenciosa”, como llamó a este lugar el poeta Pablo García Baena,
puede que el viajero sienta lo que el Marqués de Lozoya dejó escrito en el
libro de visitas: “El que pasa en este recinto un breve rato, sale siempre con
un poquito de paz en el corazón”.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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