domingo, 30 de abril de 2017

Rincones de Córdoba con encanto, 006 Plaza de la Lagunilla

Plaza de la Lagunilla / Manolete vive en su plaza
Un escueto rótulo a la entrada de la Lagunilla reclama, por favor: “Colabore en la recuperación de esta plaza”. Y los automovilistas suelen responder, así que mientras la Puerta del Colodro y Mayor de Santa Marina se ven acosadas por autos aparcados, la plaza se muestra hermosa en su peatonalidad, habitualmente respetada. Un ejemplo a seguir para la recuperación de otros bellos rincones maltratados.
La Lagunilla está muy ligada al recuerdo de Manolete, que habitó en una modesta casa, número 45, hace años demolida. De ella “salió muchas veces el joven diestro vestido de luces para actuar en Los Tejares, y también regresó en varias ocasiones alzado a hombros de la multitud que le aclamaba”, como evoca el periodista y biógrafo del torero José Luis de Córdoba. Su sobrino Rafael Soria Molina, Rafaelito Lagartijo, que convivió allí bastantes años con el torero, recuerda que los días de corrida la casa era una fiesta: “Sí, venían muchos amigos; unos a pedir la entrada y otros a darle ánimos”. Pero a la hora de vestirse de luces despedía a todos y se quedaba a solas con Guillermo, el mozo de espadas, y con Camará, su apoderado, que le ataba los machos. Al despedirse de la familia la madre le decía: “Niño, que no te la gane nadie; que tengas mucha suerte, pero que no te la gane nadie”, y allí se quedaba doña Angustias rezando por su hijo. La tarde triste del 30 de agosto de 1947 el féretro del torero volvió a La Lagunilla, donde las muchachas del barrio, de luto riguroso, le dedicaron una emocionada ofrenda floral.
Pero Manolete permanece en su plaza. Poco después de la tragedia de Linares el Ayuntamiento erigió un monumento en su recuerdo por iniciativa del edil Francisco Cabrera, tras adquirir al escultor Juan de Ávalos el busto que había labrado del torero. Y allí sigue, en el centro de la plaza empedrada, bajo la protectora sombra de seis palmeras, como en triunfal e interminable vuelta al ruedo. “A Manuel Rodríguez ‘Manolete’ el Ayuntamiento de Córdoba en nombre de la ciudad”, reza la escueta inscripción sobre el pedestal de granito rosa, bañado por un estanque. “En el espejo del agua / se insinúa tu sonrisa”, le canta el poeta Carlos Clementson. Alrededor del estanque verdea un arriate, mientras cuatro bancos de hierro fundido brindan asiento a quienes se acerquen a dialogar con el torero o, simplemente, a compartir el sosiego de tan íntimo rincón.
Más allá del recuerdo de Manolete, la Lagunilla ofrece otras particularidades en su entorno. Así, en un apartado ángulo pervive, bajo el número 6, la entrada de la Casa de Paso, que tiene su salida, o viceversa, por el 9 de la calle Chaparro. No es rincón con encanto, aunque sí testimonio residual de casa de vecinos popular, cuya sucesión de patinillos y galerías, a los que se abren las modestas viviendas, se transforma en calle de uso público, “drenando así las grandes manzanas de la trama islámica”, como señala la Guía de arquitectura de Córdoba. El pintoresco ambiente navideño de antaño lo reflejó Ramón Medina en un villancico, Nochebuena cordobesa: “Esta noche la Casa de Paso / de la Lagunilla / va a tener que ver. / Varios patios con grandes candelas, / mozuelos, mozuelas, / que al son de panderos / y al son de almirez / cantan villancicos / al niño Manuel...” Atravesar su quebrada sucesión de patios es como regresar a otra época.
Frente a la Lagunilla, al inicio de la calle Mayor de Santa Marina, se encuentra la blanca ermita dedicada a los mártires San Acisclo y Santa Victoria, erigida en el lugar donde, según la tradición, los patronos de Córdoba vivieron con su nodriza Minciana. La pequeña iglesia fue reconstruida a principios del siglo XVIII, y desde 1959 está a cargo de las Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Inmaculada, que velan permanentemente envueltas en la blancura de sus hábitos. Algo desproporcionados con relación al retablito resultan los lienzos de San Acisclo y Santa Victoria, que escoltan la custodia, pero no hay que olvidar que fueron pintados por Cristóbal Vela con destino al retablo mayor de la Catedral, de donde se desmontaron en 1713 para ser reemplazados por las pinturas de Palomino, reaprovechándose aquí. Penetrar en la recoleta ermita –cuya portada de piedra apunta rasgos neoclásicos– es casi como tocar el cielo, tal es la espiritualidad que irradia. En esta antigua Puerta del Colodro, de la que sólo pervive el nombre, se inició la conquista cristiana de Córdoba en 1236.
 Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003

















domingo, 23 de abril de 2017

Rincones de Córdoba con encanto, 005 Jardines de los Poetas

Jardín de los Poetas / Muralla y agua
En terrenos de la antigua huerta de los Trinitarios el Ayuntamiento creó un bello jardín de cuidado diseño, que el tiempo va hermoseando a medida que crece su variada arboleda. El ameno recinto discurre a lo largo de la muralla almorávide del Marrubial, que lo limita por el nordeste, mientras que en la vertiente opuesta se alinean las casitas de un reciente barrio que dedica sus calles a populares piconeros cordobeses. Bautizado con el sugerente nombre de Jardín de los Poetas, fue diseñado por el arquitecto municipal Juan Serrano Muñoz, que, tomando el agua como eje, conjugó el jardín tradicional con el parque moderno.
La muralla de tapial construida por los almorávides en el siglo XII para defender esta zona de la Ajerquía constituye un elemento monumental que proporciona solera histórica a este jardín reciente. A lo largo de la Ronda del Marrubial se extiende la cerca, de unos 380 metros, casi la mitad coincidentes con el jardín. Los estudiosos han anotado que tiene seis metros de altura por 2’45 de espesor, y está flanqueada exteriormente por catorce torres cuadradas y macizas, hasta hace pocos años ocultas parcialmente por la yedra.
La mejor perspectiva de conjunto la regala el jardín desde su extremo occidental, donde se extiende una plataforma rectangular pavimentada de morrillo, recorrida perimetralmente por un poyo con balaustrada azul. Bajo las desmayadas copas de falsos pimenteros dos surtidores dibujan sendos arcos de agua sobre un estanque circular. Esta elevada tribuna permite una buena contemplación del jardín, cuyo eje central protagoniza el agua, a través de estanques y atarjeas. Así, la sobrante del estanque circular salva el desnivel precipitándose con ímpetu sobre un pilar adosado al muro, y una atarjea la canaliza hasta un alargado estanque, amenizado por la sucesión de ocho surtidores cantarinos. Luego la atarjea reanuda su trazado, se bifurca en cruz a la altura de una explanada y desemboca finalmente en otro estanque semicircular, en el que otros cuatro surtidores elevan sus penachos de espuma.
Este eje acuático va enhebrando a su paso, de forma simétrica, árboles, arriates, pérgolas y bancos. Así, dobles hileras de homogéneos naranjos escoltan el estanque alargado, mientras que donde la atarjea se bifurca en cruz se forma una plaza cuyos ángulos marcan blancas pérgolas de ladrillo, en las que se enredan plantas trepadoras. Se repiten las estilizadas pérgolas, ahora de ladrillo visto, desplegándose tras el estanque semicircular y cerrando así el paisaje ajardinado.
Si el viajero se sitúa nuevamente en la plataforma inicial, reparará que a la derecha surge un jardín de aspecto más clásico, con parterres de aligustre, floridos arbustos y arboleda de variada especie –entre la que destaca la majestad de unos cedros del Himalaya–, organizada alrededor de una fuente de taza circular y pilar mixtilíneo de ladrillo. Aprovechando el gran lienzo blanco que deja el testero de unas casas, el artista cordobés José Duarte pintó un gran mural, que conjuga –arquitectura, plantas y figuras–, como si fuera un espejo del lúdico entorno. El arte se acerca al pueblo. Con esta participación del arquitecto Juan Serrano y del pintor José Duarte, el Jardín de los Poetas es un espacio público con reminiscencias del innovador Equipo 57, considerado la aportación artística cordobesa más importante del siglo XX después de Julio Romero. Un verdadero lujo.
Tras el mural colosal, se van abriendo las ordenadas calles de este conjunto residencial creado en las Costanillas, que ostentan nombres de piconeros: Domingo Baños Domingón, Josefa Alonso Prieto la Vinagra, Francisco Jiménez Curreles, María Fernández Carmona Mariquita y, ya en la vertiente frontal, Manuel Soto Tinte, Rafael Pérez León Cuatro Reales y Alfonso Prieto el Chiqui.
El rumor de los surtidores, el canto de los pájaros y la propia muralla, aíslan del persistente ruido del tráfico exterior; y desde fuera nadie sospecha el acogedor oasis que se extiende a intramuros. Entre la arboleda despuntan jóvenes cipreses; algunos de ellos, próximos a la muralla almorávide, parecen dialogar con las copas de los árboles exteriores.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003