Plazas del Conde de Priego y Santa Marina / Entre
clarisas y toreros
Las
recuperadas plazas del Conde de Priego y de Santa Marina se dan la mano bajo la
dominante presencia de la iglesia parroquial, cuyo labrado rosetón es como el
ojo bien abierto de un cíclope vigilante. Tan solo las divide y perturba la
calzada que, delante del templo, encauza el tráfico que baja por Mayor de Santa
Marina camino de la inmediata calle Santa Isabel.
Pero hay que abstraerse, una vez más, de los automóviles y disfrutar del
sosiego que irradian estos espacios hermanados por un templo fernandino, un
convento de Clarisas y un torero de leyenda.
“La plaza del Conde de
Priego –ilustra un texto de Vimcorsa sobre panel de metacrilato colocado en
la esquina– adquiere su nombre por la casa principal de dicho título, que
antiguamente existía en el rincón, y que posteriormente fue del marqués de
Ontiveros”. La casa, cuyo hermoso jardín romántico aún recuerdan los vecinos
más antiguos del entorno, desapareció por los años sesenta, reemplazada por un
edificio de viviendas que, avaras de luz, se asoman al rectángulo por
innumerables balcones y ventanas.
Contrasta
por ello su fachada con la blanca austeridad del muro opuesto, perteneciente al
convento de clarisas de Santa Isabel de los Ángeles –fundado en el siglo XV bajo la protección de los Marqueses de
Villaseca–, que se asoma al exterior a través de dos hileras de pequeñas
ventanas; las más altas alternan con cartelas en las que se inscribe,
fragmentada, la jaculatoria “Alabados sean los dulcísimos nombres de Jesús,
María y José”.
La plaza del
Conde de Priego es también como un ruedo rectangular desde cuyo centro el
llorado Manolete aguarda, capote en mano, la salida de un
toro imaginario para hacerle una faena memorable. El monumento al diestro, que
vivió los años de sus primeros triunfos en la cercana plaza de la Lagunilla,
es obra del escultor Álvarez Laviada y fue erigido en 1956 con el producto de una magna corrida de
toros encabezada por Carlos Arruza. Aunque Carlos Castilla del
Pino, tan crítico con las cosas que le duelen de una ciudad que tanto
ama, lo llamó un día “horrendo pisapapeles”, el monumento a Manolete ya forma
parte de este paisaje urbano tan lleno de contrastes. Bancos modernistas de
hierro fundido en alternancia con naranjos defienden la plaza de autos e
invitan a tomar asiento para disfrutar del entorno, tan sugerente y evocador.
Pero el
monumento que domina tan hermoso conjunto es la parroquia fernandina de Santa
Marina de Aguas Santas, a la que proporcionan aspecto de inexpugnable fortaleza
los sólidos machones o contrafuertes que sostienen la fachada. Su construcción,
en estilo gótico-mudéjar, se inició a finales del siglo XIII y se prolongó durante el XIV. De
principios del XV es ya la antigua capilla funeraria de los Orozco, joya
mudéjar reconvertida en sacristía.
Una
actuación embellecedora llevada a cabo en 1998 lavó la cara de la imponente fachada,
despojándola de la oscura mugre que las inclemencias del tiempo fueron
depositando en la amarillenta piedra caliza, y desde entonces, más que nunca,
“cuando el sol de la tarde chorrea su alta miel, / es de oro tu piedra”, como
le cantara el poeta Manuel de César.
Más recientemente, la renovación del pavimento en el entorno de la iglesia ha
mejorado su peatonalidad, aunque también haya suprimido los parterres
ajardinados que amenizaban la escalinata con el vivo colorido de sus flores. La
remodelación de la plaza de Tafures va
dejando exento el triple ábside de la cabecera.
Ahora
muestra el templo un semblante esclarecido, que al caer la noche realza sin
exceso la luz proyectada por los reflectores. En el lado del evangelio conserva
la iglesia una original portada abocinada que parece escapada de una grabado
antiguo. En la vertiente de la epístola, se alza la torre, ya renacentista,
proyectada por el segundo Hernán Ruiz. La
última reforma ha suprimido, lamentablemente, una sencilla fuente de piedra
gris cuya taza superior era el bebedero preferido por las palomas del entorno,
que tienen asegurado el sustento gracias a las lluvias de arroz arrojadas a las
puertas del templo, como presagio de prosperidad, sobre las parejas de recién
casados. De vez en cuando se alegra el aire con el cascabeleo de los caballos,
pues por aquí discurre la ruta turística que trazan los cocheros a través del
casco antiguo.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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