Plaza de San Lorenzo / Encaje de piedra
Los espacios
con encanto pueden sorprender, a veces, en el lugar más inesperado; todo es
cuestión de ir con los ojos predispuestos. Nadie espera que en una encrucijada
de calles crucificada por el tráfico –Arroyo de San Rafael, Santa María de
Gracia, Arroyo de San Lorenzo, María Auxiliadora, Jesús del Calvario, antes
Ruano Girón, y Roelas– se imponga la poderosa presencia de la iglesia de San
Lorenzo. El forastero que, desafiando el acoso de los autos, doble la esquina
de Arroyo de San Rafael o baje por Santa María de Gracia quedará deslumbrado
por la imponente perspectiva de la iglesia fernandina, que, de noche,
transforma en oro su piedra medieval con la envolvente luz de los reflectores.
Para
suavizar el contraste arquitectónico existente entre la iglesia y los edificios
circundantes –que la rodean sin ahogarla, dada su escasa altura–, el templo se
parapeta tras la verde pincelada de un pequeño jardín; un triángulo de césped
bordeado por una decena de cítricos primorosamente recortados en forma de
piñas, cual bambalinas por las que asomarse para entrever la fachada
portentosa.
En mitad del
jardincillo canta un surtidor. Al pie de un aislado muro de sillares el agua
traza un arco plateado por el sol, que cae sobre una taza circular. Sobre el
muro, una inscripción en mármol gris conmemora el IX centenario del poeta Aben
Hazam, autor del hermoso tratado de amor El collar de la paloma, y señala que
“En la época del califato estaba en este lugar la mezquita del arrabal de la
almunia de al-Muguira en el cual nació el gran polígrafo cordobés Aben Hazam
994-1064”. El alminar de aquella remota mezquita pervive aún parcialmente como
base de la torre cristiana.
Bulliciosa y
alegre vio el poeta Ricardo Molina
esta plaza, un enclave de calles presidido por la iglesia fernandina, “que
atrae nuestras admirativas miradas –escribió– con su esbelta torre, su hermoso
rosetón y su atrio porticado”. Si el viajero toma asiento en uno de los bancos
de hierro estratégicamente colocados ante la fachada, y alza la vista, se
sentirá aplastado por los tres elementos que Molina destaca. El pórtico respira
frontalmente a través de tres arcos apuntados –el central enmarca la portada
ojival– y evoca iglesias castellanas, por lo infrecuente que resulta en el sur.
Sobre el pórtico se eleva el circular rosetón, puro encaje de piedra, coronado
por la tosca estatua del titular, San Lorenzo, embutida en un nicho. Y a la izquierda,
contrastando con la construcción bajomedieval del siglo XIII, la torre renacentista concluida
en 1555 por Hernán Ruiz el Joven
sobre el antiguo alminar, que es “una de las mejores de la ciudad” para la
profesora Teresa Laguna. Lo más hermoso de la torre es su cuerpo de campanas,
que sigue los cánones del orden jónico –en el que ven los especialistas el
germen del campanario de la Giralda sevillana–, sobre el que se asienta un
segundo cuerpo ya de orden toscano girado 45 grados.
Pero la
visión frontal no agota la contemplación de la iglesia, por lo que es
conveniente moverse alrededor del edificio para descubrir bellas perspectivas.
Así, la calle Escañuela
enmarca un infrecuente perfil del campanario. Pero la vista más sugerente de la
torre recortada contra el cielo se obtiene bajando por la calle dedicada a
Jesús del Calvario, mientras que el ensanche que se extiende frente al costado
del evangelio proporciona una completa vista lateral del templo, desde la torre
hasta el ábside, que se muestra como una pétrea mole bajomedieval anclada en el
pasado, mientras el tráfico resbala sobre los sillares, oscurecidos por el
tiempo y la contaminación.
San Lorenzo
es como una isla antigua de piedra en medio del tráfico que la rodea, hasta
casi ahogarla, por todas partes menos por el ábside, liberado hace años de
construcciones adosadas. El ábside puede contemplarse desde un recoleto pasaje
peatonal dedicado al Cristo del Remedio de Ánimas, el tenebroso crucificado que
se venera en el templo, que el Lunes Santo protagoniza la procesión que mejor
encarna, en su estética y espiritualidad, espíritu religioso cordobés,
claramente desmarcada del “estilo sevillano” imperante.
En el
interior del templo no cesa el goteo de devotos que acuden de toda Córdoba a
postrarse ante la Virgen de los Remedios, blanca y radiante, para pedirle tres
favores y rezarle trece salves. “Habrá que venir un martes y 13, para ver el
mayor espectáculo del fervor”. “Si puede usted entrar”, advierte José Bojollo,
que ha cumplido ya sesenta años de sacristán; comenzó de monaguillo y aquí
sigue, afable brazo derecho del párroco Antonio Gil, que lleva años reclamando
la restauración de esta joya arquitectónica.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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