Plaza del Cristo de Gracia / Anclada en el barroco
Eslabón
entre la Ajerquía y la
expansión oriental de la ciudad, la plaza hoy dedicada al Cristo de Gracia –el
popular Esparraguero, que se venera en la iglesia trinitaria– es una plataforma
rodeada de protectores poyos de piedra, que, bajo las acogedoras sombras de los
árboles, brindan asiento a los jubilados. Dos maravillas reúne esta plaza
menestral y abierta, que el pueblo llano conoce como “jardín del Alpargate”: la
fuente y la fachada de la iglesia.
La artística
fuente que hoy embellece la plaza se alzó primitivamente en Puerta Nueva, como aún atestiguan antiguas
fotografías. Y aquí fue trasladada por el año 1950, cuando el arquitecto Víctor
Escribano remodeló este espacio por orden municipal. El historiador
Manuel Cuesta asegura que esta fuente fue sufragada con las ganancias de “tres
corridas de toros celebradas los días 9, 11 y 15 de septiembre de 1747, que dejaron un beneficio de 10.130
reales”. Y no lejos de donde hoy está reinstalada hubo un abrevadero en el que
se detenían las manadas de toros bravos que los mayorales trasladaban por las
noches en busca de pastos o camino de las ferias taurinas. Por entonces la
ciudad terminaba aquí, y aquí se abría la Puerta de Plasencia, no lejos de
donde la Inquisición, de tan ingrato recuerdo, estableció su horrendo quemadero
de herejes.
La umbrosa
copa de un soberbio plátano de sombra cobija protectora la fuente monumental y
hermosa, cuya erosionada piedra caliza responde al estilo barroco cordobés,
aunque con un exótico toque de “influencia inca”, según apreciaba el
arquitecto, que la instaló sobre una plataforma elevada para realzarla. Tiene
un alargado pilón de curvilíneo perímetro, y de su interior surgen tres pilares
rematados por pináculos que evocan exóticas pagodas; el central ostenta un
erosionado escudo, mientras que los laterales sustentan los caños, cuyo sonoro
hilo musical compite con el persistente murmullo del tráfico. Junto a la fuente
se alza un pequeño triunfo de San Rafael procedente del antiguo estadio del
Arcángel, tan modesto, que pasa desapercibido.
Cumple la
fuente su caritativa misión de dar de beber al sediento, y no cesa el desfile
ante sus caños de gentes del barrio, especialmente jubilados, que pueblan los
poyos y los bancos modernistas de hierro fundido, sombreados por palmeras y
naranjos, de tal forma que esto parece un hogar de pensionistas al aire libre.
“Yo veía allí a los pobrecitos ancianos que se llevaban una sillita y se
sentaban al sol, y tuve la idea de hacer algo más acogedor para ellos”,
aseguraba hace años el arquitecto Escribano. Y acertó. Pero lo que le da
magnificencia a la plaza es la fachada de la iglesia conventual de los Padres
de Gracia, proyectada en el siglo XVII por Sebastián Vidal,
verdadero retablo que los especialistas consideran “uno de los espacios
esenciales del barroco cordobés”.
Normalmente
la gente pasa de largo, sin detenerse a contemplarla, pero merece la pena
recorrer despacio con la mirada las numerosas estatuas que la decoran: de abajo a arriba, se identifica a San Juan de Mata, el grupo del Ángel que presenta los cautivos a la Santísima Trinidad, San Félix de Valois; las virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad; dos ángeles tenantes y, coronando el puntiagudo hastial, la Virgen de Gracia, escoltada por San Rafael y San Miguel. En los extremos de la fachada aún se pueden apreciar, sobre las puertas del convento, las estatuas de Santa Inés y Santa Catalina de Alejandría, patronas de la orden trinitaria. Toda una corte celestial. Transversal a la fachada, mirando ya a la calle de los Frailes, se eleva al cielo en el lado izquierdo la espadaña de dos cuerpos.
El sosiego de pueblo que reina en la plaza se quiebra al menos dos veces al año, por Semana Santa: el Domingo de Ramos, para ver salir y entrar al Rescatado –barroco Nazareno labrado por Fernando Pacheco en 1713, que los viernes atrae un constante reguero de devotos–, y el Jueves Santo para contemplar la procesión del Cristo de Gracia, apodado el Esparraguero, un exótico crucificado hecho de cañaheja que vino a Córdoba en 1618 procedente de México. Al recogerse ambas procesiones los saeteros se citan en la plaza y demoran el encierro de los pasos con sus plegarias cantadas.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario