Plaza del Cardenal Toledo / Alma de patio señorial
La fuente de
blanco mármol que embellece la plaza de las Dueñas
o del Cardenal Toledo le da aspecto de patio señorial; un patio
hospitalariamente abierto a cuantos viajeros sepan apreciar su umbroso sosiego.
“Cuidada y pulcra, es, sin tener el prestigio monumental de otras, un hermoso
rincón cordobés”, escribió de ella Ricardo Molina.
De 1945 data el aspecto actual de la plaza,
cuya remodelación fue obra del arquitecto municipal Víctor Escribano, que
convirtió “un solar con árboles a los que los arrieros ataban sus burros” en el
acogedor espacio que es hoy: un triangular corazón verde que se extiende sobre
parte del solar del antiguo convento de Santa María de las Dueñas, que fue
suprimido en el año 1868, a raíz de la exclaustración.
Ameniza la
plaza un jardín de planta triangular. Setos de evónimos y acequias de azulejos
dibujan los parterres poblados de rosas, que regalan su aroma bajo la sombra
protectora de la arboleda; sobresale un soberbio cedro del Himalaya, aventajado
en altura por una palmera washingtonia. Pero también se aprecian tuyas,
fresnos, plátanos de sombra, acacias, ailantos y palmeras. En el centro,
salvando el desnivel con escalones y rampas ajardinadas, se extiende una
pequeña meseta pavimentada con enchinado artístico, y en medio de ella, la
esbelta fuente de blanco mármol italiano, que ilumina el sol de mediodía.
Cuatro bancos de mármol invitan a tomar asiento para sentirse transportado a un
patio señorial.
La hermosa
fuente, labrada por los artistas García Rueda,
tiene un pilón circular, del que surge la airosa columnilla que soporta la
taza, y sobre ésta, otra menor sustenta un surtidor que eleva su agua al cielo,
y al desmayarse sobre la taza derrama por el borde cristalinos encajes. El
rumor refrescante de esta música acaricia el oído del viajero que, olvidándose
del tiempo, haya tenido la sensibilidad de apreciar este oasis. Arropados por
tanta belleza, para ellos cotidiana, jóvenes parejas de estudiantes –cercano
está el instituto Maimónides– desgranan palabras de amor.
En las
últimas décadas la plaza ha renovado parte de su perímetro, sustituyendo las
antiguas casas –una de ellas albergó hasta su traslado a La Torrecilla, en 1975, el diario Córdoba–
por edificios de cuatro plantas. En cambio, permanece invariable la vertiente
oriental, recorrida por la austera fachada del convento de Nuestra Señora de la
Concepción, de Benitas y Bernardas Recoletas, popularmente conocido por el
Cister, instalado hacia 1671 en las antiguas
Cuadras del Rey, cuya grácil espadaña blanca y ocre –casi se la puede tocar–
llama a misa dominical.
La paz
conventual que irradia el Cister sobrevuela la plaza. Si uno desea percibir la
espiritualidad que anida tras los muros ha de traspasar la puerta señalada con
el número 16, tras la que un patinillo cubierto comunica con el torno. Poco más
abajo, ya en plena calle Carbonell
y Morand, sorprende la barroca portada de la iglesia conventual,
labrada en 1729 en piedra gris; a Inmaculada de la
hornacina se perdió en 1931, y la que hoy se ve
data de 1939.
Salvo el
goteo de autos, la plaza de las Dueñas no ha perdido el sosegado ambiente que
siempre la caracterizó. Sentarse en sus bancos para oír el murmullo del
surtidor trenzado con los cantos de los pájaros es la mejor terapia contra el
estrés de la vida moderna.
Entre las
calles que desembocan en la plaza de las Dueñas ofrece especial encanto la
dedicada al obispo Fitero
–el primero que rigió la diócesis tras la conquista cristiana–, quebrada y
angosta, que, tras discurrir durante un buen trecho junto a la tapia del huerto
de las Capuchinas, incorpora en el último tramo la blasonada portada gótica de
una casa señorial, adosada a la fachada del edificio nuevo. Gotas de encantos
pueblan por doquier los rincones de la ciudad.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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