Plaza de Capuchinos / “Rectángulo de cal y de cielo”
No es más
que un rectángulo de cal y de cielo”, escribió Ricardo Molina para definir la sobriedad de
la plaza de Capuchinos –también conocida popularmente como plaza de los Dolores
o del Cristo de los Faroles–, que simboliza, como ninguna otra, el silencio y
la soledad, hasta el punto de que, como añadía el poeta, “el visitante recibe
la impresión de hallarse en el patio de un convento”. Y así es, salvo que el
visitante tenga la desgracia de encontrar autos aparcados, mancillando la magia
de tan místico recinto, que ha inspirado multitud de versos sugerentes: “Y el
tiempo se ha quedado inerte y blanco, / detenido en el centro de una plaza /
donde un Cristo de luna entre fanales / agoniza sin tregua año tras año”,
escribió Carlos Clementson.
Dos accesos
tiene la plaza. Lo habitual es entrar desde Conde de Torres Cabrera y
sorprender de espaldas al Cristo de los Faroles, recortada su silueta contra la
ascética fachada de la iglesia conventual de los Capuchinos. También se puede
llegar desde el Bailío y, tras recibir el blanco abrazo de la angosta calleja,
encontrarse de cara con el Crucificado, pero en este caso falla la escenografía
del fondo, afeado por un solar vallado y un bosque de antenas sobre los
tejados, un paisaje completamente anacrónico.
“Jamás en
arquitectura se ha dicho más con menos”, sentenció el arquitecto Rafael de la
Hoz Arderius acerca de la plaza, cuyo aspecto actual se configuró a
lo largo de los siglos XVII al XIX, en cuatro actos y un epílogo. Primero: en 1629 los Franciscanos Capuchinos adquieren
una casa al marqués de la Almunia para establecer su convento, y enseguida
levantan su iglesia. Segundo: en 1710 el padre Francisco de Posadas compra
“unas casas principales” a Juan Antonio de Palafox, sobre las que levanta el hospital de San
Jacinto para pobres incurables. Tercero: en 1731 el obispo Marcelino Siuri
ultima la construcción de la iglesia de los Dolores. Cuarto: en 1794 se erige el Cristo de los Faroles –que
se tiene por obra del cantero Juan Navarro– a raíz de un triduo predicado por
fray Diego de Cádiz. Y epílogo: en 1835 se emprende, tras la desamortización,
la demolición del convento capuchino, que sería refundado en 1905.
Con un paso
de Semana Santa que los costaleros hubieren abandonado se ha comparado el
Cristo de los Faroles, cuya verdadera advocación es la de Cristo de las
Misericordias y Desagravios, como reza una lápida octogonal de mármol gris
empotrada en el muro conventual: “Todos los fieles que rezaren devotamente un
credo delante de esta sagrada ymagen del Ssmo. Christo de los Desagravios y
Misericordias, ganan trescientos y sesenta días de indulgencia concedidos por
diferentes prelados. Año de 1794”.
Al anochecer
se encienden los ocho faroles del monumento, cuyas tenues luces alumbran la
impávida agonía del crucificado y acentúan el místico recogimiento de la plaza.
Al pie de la verja protectora, los desmayados ramos de novia, las rojas
lamparillas parpadeantes y los superpuestos estratos de cera consumida revelan
la devoción popular que despierta el Cristo. La gente de casa transita por la
acera con cierta indiferencia, pero los forasteros que se detienen ante la
imagen por primera vez tratan de prolongar ese sublime instante de emoción –no
necesariamente religiosa, puede ser también estética– que ya no olvidarán
mientras vivan.
“¿Usted no
se ha fijado en el empaque con que andan los cordobeses por aquí?”, me comentó
un día el capellán de San Jacinto. Y es cierto. Dicen que hay personas que se
calzan las botas camperas y vienen a la plaza a escuchar sus pasos. Las
sensaciones que envuelven al viajero son contradictorias: al entrar en la plaza
percibe una estremecedora emoción, pero, el mismo tiempo, se siente amparado
por la franciscana sencillez del entorno. Este “rectángulo de cal y de cielo”,
repitamos, tiene sus horas; las mejores son, sin duda, las primeras de las
mañanas de verano, las noches de luna llena y los atardeceres con nubes
arreboladas. Toda su intimidad se desvanece por Semana Santa, cuando nazarenos
y devotos inundan la plaza para arropar las imágenes de la Paz y los Dolores
–dos estilos de vírgenes, Sevilla y Córdoba–, mientras una gitana canta una
saeta desde el azulejo que decora la fachada del templo mariano.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
Enhorabuena, muy bonitas capturas.
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