Plaza de las Tendillas / El salón de la ciudad
La plaza de
las Tendillas, corazón provinciano del centro comercial, merece figurar en los
espacios con encanto desde que su reciente reforma la transformó en peatonal,
convirtiéndose así en el salón principal de la ciudad. Contar su historia y
significado requiere un libro, así que estas letras no pasarán de somera
semblanza. Hay que empezar diciendo que la plaza actual surgió en el cuatrienio
1924-1928 por iniciativa del alcalde José Cruz Conde,
tras la demolición del entrañable hotel Suizo –así bautizado por ser de
aquella nacionalidad sus constructores en 1870, los hermanos Puzzini–,
que era “una de las mejores (fondas) de España”, a juicio de don Teodomiro
Ramírez de Arellano.
Quedó así
despejado el espacio rectangular sobre el que se irían desplegando edificios
representativos de la arquitectura señorial de los años veinte. Así, en 1926 surgen, entre Gondomar y la naciente
Cruz Conde, las casas de Marín Fernández, obra de Enrique Tienda, y de Casana
Diéguez, firmada por Félix Hernández; en 1927 los dos edificios de la vertiente
septentrional, La Unión y el Fénix, de Benjamín Gutiérrez, y Telefónica, de
Ramón Aníbal Álvarez; y a 1928 corresponden los del
lado sur: la casa de los condes de Colomera, igualmente de Félix Hernández, y
la de Enríquez Barrios, proyectada por Aníbal González, tan ligado a la
Exposición Iberoamericana de Sevilla. Para el catedrático de Historia del Arte
Alberto Villar estos edificios constituyen “el mejor muestrario posible de
arquitectura historicista” , y reafirman “el poder visual” de la ciudad
moderna.
Testigo
impasible de toda aquella renovación arquitectónica fue el edificio del viejo
Instituto Provincial de Segunda Enseñanza –creado en 1847 a partir del prestigioso Colegio de la
Asunción, que fundara en 1574 el médico de reyes Pedro López de Alba–,
cuya noble fachada fue proyectada en 1868 por el arquitecto Pedro Nolasco
Menéndez.
Pero la
plaza no sería lo que es sin su icono más característico, la estatua ecuestre
del militar montillano Gonzalo
Fernández de Córdoba, alias El Gran Capitán, el señor de las
Tendillas, trasladado aquí en 1927 desde su primitivo emplazamiento en la
avenida del mismo nombre. Esta obra proporcionó a su autor, Mateo Inurria, la medalla de honor en la
Exposición Nacional de Bellas Artes de 1920, lo que sin duda le compensó de las
dificultades que encontró para cobrar su trabajo, encargado en 1908. Dicen los cordobeses que la cabeza
corresponde al torero Lagartijo, pero no es
cierto;no hay más que compararla con la verdadera cabeza del torero esculpida
por Inurria que conserva el Museo de Bellas
Artes. “Lo mejor en la excelente estatua ecuestre del Gran Capitán
es que el caballo es de verdad”, elogió Gaya Nuño. Tanto protagonismo alcanza el
equino que el lenguaje popular designa a las Tendillas “plaza del Caballo”.
Otro rasgo
distintivo de la plaza es su reloj flamenco, inaugurado en enero de 1961, cuya
sonería sustituye las habituales campanadas por rasgueos de soleares grabados
por el guitarrista Juanito Serrano.
La reforma
despojó al Gran Capitán de su envolvente estanque ajardinado, para reemplazarlo
por una negra fuente con severidad de mausoleo. Escoltando por delante y por
detrás a la estatua ecuestre brotan del suelo dos grupos de copiosos
surtidores, dieciséis cada uno, que en verano constituyen una irresistible
atracción acuática para los niños y una tentación para los mayores. Jalonan los
costados de la plaza una decena de jardincillos con naranjos y flores del
tiempo, cuyo suntuario perímetro de granito pulimentado incorpora sólidos
bancos, siempre concurridos.
Desde la
expulsión de los automóviles fluye la vida y la gente toma la plaza como si fuera
un gran salón de estar. Su ambiente cambia según las horas: se despierta
temprano con las furgonetas de reparto, el primer café de los oficinistas y los
quioscos ofertando la prensa con olor a tinta fresca; enseguida la invade una
oleadas de escolares y estudiantes camino de la Milagrosa o el Góngora; a
medida que avanza la mañana jubilados y turistas van ocupando los bancos, y su
sedentarismo contrasta con la prisa de los ejecutivos y la diligencia de las
mujeres que van de compras; la hora del aperitivo puebla las terrazas de los
bares y contempla la salida de los colegios; y la tarde abre un paréntesis de
sosiego que desemboca en el retorno de la animación vespertina, prolongada
hasta caer la noche. Una plaza viva. Las palomas se posan en los hombros de don
Gonzalo para darle un simbólico abrazo de paz.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
José Carlos, el reportaje es muy bonito y además bien hecho. un saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias Leslie, me alegro que te guste, un saludo
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