Plazas de San Pedro y de Aguayos / Diálogo de
arcángeles
Complemento
de la feliz restauración de la iglesia de San
Pedro fue el acondicionamiento de sus plazas aledañas: la que lleva
su propio nombre y la de Aguayos. Dos
bellos rincones urbanos tan próximos entre sí que se pueden englobar en una
sola mirada.
La plaza de
San Pedro es un espacio que se extiende alrededor del templo parroquial, pero
que alcanza su mayor expansión y amenidad a espaldas de la iglesia. Forma allí
una explanada triangular que se eleva sobre el nivel de la calle aledaña, Alfonso XII,
hermoseada por una reciente reforma. Bancos de hierro, poyos y farolas
circundan su perímetro, mientras que una veintena de árboles jóvenes dibujan
verdes pinceladas y regalan sus sombras incipientes, tan apreciadas en verano.
En el centro permanece la fuente de piedra instalada en 1975; cuatro caños brotan de su esfera
rematada por una cruz de hierro.
Se extiende
la plaza mansamente a la espalda del templo, junto al ábside de rasgos góticos.
A raíz de la restauración del templo, el ábside fue liberado de las
dependencias parroquiales que tenía adosadas, y ahora se aprecia exento y
hermoso. A sus pies, y bajo el vuelo de arbotantes y contrafuertes, una galería
descubierta se abre a la plaza a través de arcos de medio punto cerrados por
rejas; en su interior se aprecian algunas piedras antiguas procedentes de la
iglesia, a modo de pequeño museo arqueológico al aire libre; entre otras, una
pila de agua bendita o el pequeño rosetón inscrito en una ventana. En un tramo
del ábside, un tejadillo protege la pintura mural de factura popular que
representa a Jesús Nazareno con la cruz a cuestas.
Frente al
costado del Evangelio se extiende la plaza de Aguayos, rectángulo empedrado en
el que, protegido por artística verja, reina el triunfo a San Rafael, que fue
costeado en 1763 por la Condesa de Hornachuelos, cuyo
escudo labrado en piedra figura en el barroco pedestal de jaspe gris. Iluminada
en las noches por cuatro faroles, la imagen de San Rafael mira con mansedumbre
al homónimo arcángel que sobre el campanario de la iglesia despliega su silueta
de perfil; se diría que mantienen, cuando nadie les oye, un diálogo de
arcángeles.
Proporciona
a la plaza un aire de distinción arquitectónica la blasonada fachada de la casa
solariega de los Aguayos, que desde principios de siglo acoge el colegio de
la Sagrada Familia, conocido popularmente por “las Francesas”. El
silencio que reina en la plazuela a media mañana permite escuchar la quebrada
voz de una campana interior, a la que no tardan en responder con sus graves
voces de bronce las campanas horarias del reloj parroquial, con alma de
ángelus. Durante el curso escolar, esta calma de barrio menestral se quiebra a
las horas en que entra y sale de las aulas el alumnado, antaño elitista –pues
aquí acudían las señoritas acomodadas para aprender francés– y hoy procedente
de los barrios populares del entorno.
La plaza de
Aguayos es un espacio singular que suplica, por caridad, su peatonalización,
pues está convertida en impropio aparcamiento que menoscaba su encanto y los
autos la invaden sin piedad a todas horas, acosando tanto la palaciega fachada
del colegio como el triunfo, también necesitado de manos amorosas que limpien
la maleza que crece tras la verja protectora.
El eslabón
monumental que une ambas plazas es la iglesia de San Pedro, parroquia
fernandina felizmente reabierta al culto en 1998, tras la restauración dirigida por el
arquitecto Arturo Ramírez, que la consolidó y le devolvió parte de su esplendor
primitivo, oculto por añadidos barrocos que enmascaraban su primitiva fábrica
gótico-mudéjar, iniciada a finales del siglo XIII y continuada en el XIV, si bien la fachada principal, con
esquema de arco triunfal, responde a una reforma ya del siglo XVI, que los especialistas relacionan
con la estética del prolífico arquitecto Hernán Ruiz II.
Una de
aquellas intervenciones permitió descubrir en la iglesia restos humanos
pertenecientes a mártires cordobeses, como asegura una inscripción sobre lápida
de mármol colocada en 1909 en la base de la
torre: “En el año del Señor de 1575 (...) fue Dios servido de que se
descubriesen las sagradas reliquias de los Santos Mártires (...) Acisclo y
Victoria, nuestros patronos”, y de otros mártires que se relacionan, que “en
evitación de que fuesen profanados, ocultó, como rico depósito, la piedad de
los antiguos cristianos cordobeses en los tiempos de la persecución sarracena”,
descubrimiento “confirmado por Dios mediante caros prodigios y revelado por nuestro
Custodio el Arcángel San Rafael
al venerable sacerdote Andrés de las
Roelas”. Amén.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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