Plaza de la Compañía / Concentración monumental
Uno de los
espacios de Córdoba que concentra más monumentos es la plaza de la
Compañía, lo que proporciona al lugar grandilocuencia
arquitectónica. No hay más que situarse en la esquina de la calle Conde de
Cárdenas y pasear la mirada: por la derecha, surge la mole de la
antigua iglesia de los
Jesuitas, seguida por la fachada de las Reales Escuelas de la
Inmaculada, mientras que a la izquierda el primer triunfo erigido en honor de
San Rafael dialoga con la desvencijada torre de la antigua parroquia fernandina
de Santo
Domingo de Silos, adaptada en parte para acoger el Archivo
Histórico Provincial; al fondo, cerrando el conjunto, se alza como
un decorado operístico el imponente peristilo neoclásico de la iglesia de Santa
Victoria. Un conjunto irrepetible en el que, si se prescinde de los autos que
lo afean, uno se siente transportado a los siglos XVI-XVIII.
Cuando el
comediógrafo Leandro Fernández de Moratín pasó por Córdoba en el siglo XVIII no le gustaron los triunfos de
San Rafael, que consideró “armatostes de mármoles, llenos de hojarascas y
garambainas”, despectivo juicio del que salvó el de la plaza de la Compañía,
“bastante bueno” a su parecer, erigido en 1736 con limosnas de los fieles por
iniciativa del jesuita Juan de Santiago. La descripción de Ramírez
de las Casas Deza permite imaginar cómo era el monumento hacia
mediados del siglo XIX: “Consta
de una grada en que se eleva un pedestal cuadrilátero con recuadros dorados
–describe en su Indicador cordobés–, y en cada uno de ellos una inscripción
latina. Sobre él cargan cuatro columnas de mármol blanco en que asienta el
cimacio con una nube que sirve de pedestal a la imagen dorada de San Rafael”.
El tiempo ha borrado inscripciones y dorados, y ha suprimido la verja que lo
cercó antaño, como muestran antiguos grabados.
Mira el
Arcángel a la sobria fachada de la antigua iglesia de los Jesuitas, que
parecería una robusta fortaleza de no ser por la portada manierista, en cuyo
frontón campea el escudo de la Casa de Cabra, testimonio de la colaboración que
prestó el deán Juan Fernández de Córdoba en el establecimiento de los
religiosos. El profesor Villar Movellán considera este templo –cuya
construcción se llevó a cabo a partir de 1555– “uno de los ejemplares más
interesantes del manierismo en Andalucía”, y en su interior llama la atención
el retablo mayor sin dorar que el recordado erudito José Valverde
Madrid consideró la obra capital del tallista Teodosio Sánchez de
Rueda.
A raíz de la
expulsión de los jesuitas en 1767 su iglesia se
transformó en parroquia, aglutinando las de Santo Domingo de Silos, situada
enfrente, y el Salvador, que se hallaba en la actual calle Alfonso XIII.
A continuación de la iglesia se extiende la fachada, blanca y ocre, de las
Reales Escuelas de la Inmaculada, con su monumental balcón, reedificadas en 1718 sobre el primitivo colegio jesuita de
Santa Catalina, en cuyos bancos se habían sentado, probablemente, Luis de Góngora
e incluso el mismísimo Cervantes.
Lo mejor que guarda esta casa es la barroca escalera imperial de mármol, bajo
una soberbia cúpula semiesférica. Hay que llamar a la puerta del colegio y
pedir permiso para entrar y verla.
En la acera
opuesta, sobresale al exterior la antigua parroquia de Santo Domingo de Silos,
que una acertada intervención, llevada a cabo en los años ochenta por el
Ministerio de Cultura, adecuó a digna sede del Archivo Histórico Provincial.
Conserva en su interior la antigua capilla de la Concepción, joyita gótica del siglo XIV, mientras que fuera pervive,
aislada y hasta ahora olvidada, la torre
del templo, un bello testimonio del barroco de placas con aspecto de
mirador.
Al fondo
cierra la perspectiva el soberbio peristilo de la iglesia neoclásica de Santa
Victoria, con sus colosales columnas estriadas coronadas por frontón, que
engrandece la plaza con su nota de magnificencia. Ya observó Ricardo Molina que la asimetría de la plaza
proporciona “las más varias perspectivas”, pues “a cada punto cardinal que nos
orientemos el panorama cambia por completo”. Pero su encanto surge de la
concentración monumental, que merece la contemplación detenida. La noche del
Viernes Santo la plaza se reviste de silencio y luto con la procesión del Santo
Entierro.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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