Plaza de Jerónimo Páez / Entre
palacios y arqueología
La plaza de Jerónimo
Páez, antigua de los Paraísos, ofrece dos lecturas. Una, la plaza propiamente
dicha, con sus antiguos palacios de los Páez de Castillejo y de Casas Altas;
otra, el interior del Museo
Arqueológico, donde las piedras hablan para contar la historia de
Córdoba, y en cuyos patios el tiempo parece congelado.
Una calzada central divide la plaza
en dos. La de la izquierda es como el patio exterior del antiguo palacio de
Casas Altas, popularmente conocido como Casa del Judío
en recuerdo de Elie Nahmias, judío
francés enamorado de la ciudad –“Córdoba es mi novia”, me confesó una tarde–
que lo adquirió y restauró con la ayuda de los arquitectos Félix Hernández
y Rafael Manzano, y lo habitó, hasta su muerte, algunas temporadas. Subraya la
esquina con Horno del Cristo
una graciosa torre cubierta embozada en celosías ante la que montan guardia
corpulentos cipreses. Cuadrículas de adoquines alternan en el pavimento con el
empedrado, mientras que en los blancos muros se despliegan una fuente adosada
con mascarones en sus caños, un sobrio busto de Lucano –el poeta cordobés autor de La
Farsalia– y, sobre todo, la portada neomudéjar, arropada por una buganvilla,
con artísticas puertas de madera tallada procedentes de un derruido palacio
foráneo, que efigian a Fernando III el Santo y a Pedro I el Cruel.
La Cuesta de Peromato –la calle “más
pendiente que existe en toda Córdoba”, según averiguó don Teodomiro–
evoca en su topónimo el drama pasional desencadenado en 1556 por un marido burlado, y remonta la
colina, escalonada y pintoresca.
En la vertiente derecha de la plaza,
bordeada por poyos de mampostería, regala la arboleda acogedora sombra, entre
la que destacan por su rareza y altura tres casuarias o pinos de París. Las
sombras del ramaje se proyectan sobre la erosionada portada del antiguo palacio
de los Páez de Castillejo, transformación renacentista de un
precedente palacio mudéjar en la que intervinieron el segundo Hernán Ruiz y
Sebastián de Peñarredonda. La fachada da carácter a la plaza, hasta el punto de
convertirla en “prototipo de rincón renacentista”, según la apreció el poeta Ricardo Molina. En 1942 el Estado adquirió el palacio, en el
que veinte años más tarde inauguró el Museo Arqueológico, tras una lenta
restauración dirigida por el arquitecto Félix Hernández.
Guarda el museo indelebles huellas
de las culturas que han sustentado la historia de la ciudad, principalmente
romana y árabe. Nada más entrar en la casa, su patio del Estanque exhibe
colosales basas, fustes estriados, capiteles corintios, robustas cornisas,
venerables togados y austeros sarcófagos excavados en bloques de piedra. El
estanque es un verdoso espejo amenizado por nenúfares y surtidores, cuyo rumor se
enreda con el lenguaje de los pájaros que habitan los viejos árboles de la
vecina plaza.
Una escalinata recorrida por cinco
blancos arcos de medio punto cierra el patio de recibimiento. La inmediata
galería cobija esculturas, mosaicos y ánforas. Entre aquéllas destaca Afrodita
agachada –diosa griega del amor, llamada Venus por los romanos–, que parece
recién salida del estanque, al que mira de soslayo. Es una excepcional pieza
del siglo II, copia romana de un modelo
helenístico, procedente de la calle Amparo, que pudo decorar una
construcción relacionada con el agua: fuente, ninfeo o termas. Una obra
bellísima en su delicado erotismo
Hermosa es la colección de mosaicos
dispuestos en los muros, fechables en los siglos I y II, que revelan el lujo de las villas y
mansiones romanas, como el Cortejo báquico o Las cuatro estaciones. No faltan
las ánforas, globulares, para transportar el preciado aceite, o alargadas,
destinadas al vino, productos exportados a Roma en tan copiosa cantidad, que,
como es bien sabido, la colina Testaccio,
junto al Tíber, se formó amontonando millones de envases olearios, la mayoría
procedentes de la Bética.
A continuación se abre el patio
principal, señorial recinto recorrido por un doble claustro de arcos rebajados.
La pieza más notable de esta zona es el sarcófago paleocristiano, del primer
tercio del siglo IV, que fue
hallado en 1961 en la Huerta de San Rafael, cuya cara
frontal ilustran escenas bíblicas. Desplegada por las galerías puede admirarse
una colección de retratos marmóreos, entre los que destaca la apuesta cabeza de
Druso el Joven, hijo de Tiberio. Un pequeño patio interior muestra in situ un
testimonio del Teatro romano,
situado bajo la colina –el mayor de Hispania, con 124 metros de cavea–, cuyos
vestigios incorporará al museo tras una paciente excavación.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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