domingo, 14 de enero de 2018

Rincones de Córdoba con encanto - 44 Calleja de la Hoguera

Calleja de la Hoguera / La blanca seducción
El poeta Ricardo Molina escribió de la Hoguera, hace más de cuarenta años, que “esta plazuela con sabor a viejo patio es uno de los lugares más íntimos y secretos de la ciudad”. Y así sigue por fortuna, incólume y reservada, sin darse a quien no sepa descubrirla y apreciarla.
Este blanco vericueto, que sorprende a la vera de la calle Céspedes, muy cerquita de la Catedral, es calleja y es plaza al mismo tiempo. Veamos. Comienza siendo calle, que recibe al viajero con un abrazo blanco, pero a los pocos metros, en medio de la calle surge un arco edificado, sobre el que, a la altura de los tejados, despunta el pequeño alminar de una mezquita reciente, un prisma con arquitos de herradura abiertos en sus lados y una cúpula semiesférica rematada por cinco bolas de tamaño decreciente. ¿Estamos en Córdoba o acaso en un barrio de Fez? Sencillamente es la herencia del urbanismo musulmán. Dicen los arquitectos que estos entramados de callejuelas conocidos como azucaques servían de acceso al interior de las manzanas.
Sigamos. El arco acoge al viajero en un breve abrazo de intimidad y penumbra, cubierto con artesonado de madera, como el zaguán de una casa, que dura cinco pasos, y enseguida otro arco devuelve a la angosta calle abierta al cielo, que recobra la cegadora claridad de la cal. Aquí es donde surge, a la izquierda, una portadita con moldurado arco de herradura, y junto a ella un rótulo –“Mezquita de los Andaluces / Universidad Islámica Internacional Averroes de al-Andalus”– escrito en árabe y en castellano. ¿Estamos en Córdoba o acaso en un barrio de Fez? La herencia o la añoranza árabes palpitan en algunos resquicios urbanos.
Enseguida se repite el abrazo de otro tramo cubierto, que ahora abre y cierra mediante arcos rebajados, entre los que se proyecta una blanca bóveda de arista. Las casas de la izquierda se asoman tímidamente a la calleja a través de ventanitas protegidas por rejas y celosías, mientras que las de la acera derecha, más abiertas, invaden el angosto espacio con altas ventanas salientes. Un breve porche con vigas, soportado por una erosionada columna revestida de ocre, adentra al viajero en una placita de no más de cuarenta metros cuadrados, que parece el patinillo de una casa particular, hasta el punto de que algunos turistas dudan entre pedir permiso para entrar o volverse, temerosos de haber allanado una propiedad privada. Pero la entrada es libre.
Dos viejos naranjos, que inclinan reverenciosamente sus ramas, sombrean el patinillo, empedrado y con un perímetro de losas de granito. A un lado se repite otra puerta con arquito de herradura, y al otro surgen dos ventanas salientes sobre un zócalo amarillento. No es nada extraño confundir este recoleto espacio con un patio particular, pues en su origen pudo serlo de la casa interpuesta entre dos calles angostas, la de Quero por el lado de Céspedes y la de la Hoguera por el de Deanes. Antes de volver la esquina conviene mirar atrás para contemplar el juego sugerente de luces y perspectivas que regala la calleja.
A la izquierda del patinillo se abre el blanco túnel que desemboca en la primitiva placita de la Hoguera, ahora rebautizada con el nombre del pintor Miguel del Moral –el desproporcionado tamaño del rótulo heriría su sensibilidad–, quien desde 1962 hasta su sentida muerte, en 1998, tuvo su privilegiado estudio en la casita que hace esquina, que se asoma a ambos lados a través de una galería cubierta. “Lo más sugestivo de estas callejas es el misterio; por ellas me figuro a don Luis de Góngora cuando el barrio de la Catedral era puro silencio”, me confesó el artista una lejana mañana de primavera. “Soy de D. Lvis de Góngora” dice en una columna prendida en la esquina.
Allí sigue la casa como una reliquia sin latido, añorando la presencia de aquel pintor de sensibilidad renacentista que cuando se acercaba la hora del ángelus llamaba a su amigo el poeta Pablo García Baena para que escuchase por teléfono las campanas de la Catedral, que aquí resuenan con vibrante sonoridad. ¡Qué buena sede para la Fundación Cántico!
Por fortuna, suele pasar de largo el tropel de turistas, lo que preserva la intimidad de la calleja, y contrasta con el abigarrado zoco en que se ha convertido la cercana calle Deanes.

Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003









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