domingo, 18 de febrero de 2018

Rincones de Córdoba con encanto, 50-51 Patio de los Naranjos

Patio de los Naranjos 1 / El tiempo detenido
Si hay en Córdoba un lugar mágico y seductor por encima de todos, donde sumergirse en la serenidad y el asombro, ese es el Patio de los Naranjos, el antiguo shan de la Mezquita mayor. “Isla de sombra, de silencio y perfume”, como lo llamó Ricardo Molina. Una babel de lenguas. Un rectángulo de luz tamizada por las verdes copas de los naranjos, donde el tiempo se detiene y flotan sugerentes las evocaciones del pasado.
No hay que olvidar, como afirma Antonio Gala, que la Mezquita “fue el corazón de Córdoba cuando Córdoba fue el corazón del mundo”, y que en su patio, este patio, “administraban justicia los alfaquíes, y sabiduría los maestros; los adinerados pujaban en subastas de códices y extrañas obras de arte; recitaban los jóvenes amantes versos de amor; leían con las piernas cruzadas al sol los eruditos; tañían y cantaban las esclavas canciones de sus tierras, y erguían las bailarinas sus pechos en la danza...”
El paisaje es hoy diferente, aunque no menos sugestivo, pues abundan los motivos sobre los que un observador atento podrá fijar su atención. Convendrá apreciarlos en miradas sucesivas para que no se agolpen atropelladamente ante los ojos. Veamos por ejemplo los naranjos, que desde finales del siglo XVI dan nombre al recinto: suman hoy 96, organizados en tres cuadros, con sus alcorques circulares intercomunicados por acequias rectilíneas trazadas en el suelo empedrado, que en primavera inundan el patio con el desmesurado aroma del azahar. Entre los naranjos, esbeltos cipreses apuntan al cielo, mientras los penachos de las escasas palmeras, suavemente mecidos por la brisa, acentúan la nota de exotismo oriental.
Aparte de la fuente mayor, dedicada a Santa María, que merece página aparte, está la del Cinamomo, encaramada sobre una escalinata, y los tres surtidores con tazas de mármol, prisioneros en sus verjas circulares pintadas de verde y rematadas por volutas. Alineados entre los naranjos se aprecian severos faroles con sus fanales rematados por crucecitas, como recordando el carácter cristiano del lugar. Las galerías o claustros que abrazan el patio por tres de sus lados responden a la remodelación emprendida a comienzos del siglo XVI; suman 46 los arcos, peraltados y blancos, apoyados en columnas y capiteles árabes de penca, que agrupan de tres en tres los alfices de color ocre entre robustos machones. Liberadas de antiguas funciones más ingratas –como cementerio de infelices fallecidos en el cercano hospital de San Sebastián, amparo de niños expósitos o exposición de sambenitos del Santo Oficio–, las galerías invitan hoy a un sosegado recorrido en el que sorprender las innumerables perspectivas que patio y torre muestran enmarcados por los arcos.
La sala de oración en cambio muestra al patio sus arcos cegados, por la construcción de capillas en el interior, o bien embozados en celosías de cedro que dibujan lacerías de inspiración mudéjar. Hacia el centro se abre majestuoso el Arco de Bendiciones, cuyo perfil de herradura ornamentan las labradas dovelas, y, sobre él, los relieves que escenifican el misterio de la Anunciación.
Sobre la Puerta del Perdón se alza la torre majestuosa y resplandeciente tras su benefactora restauración, y en su pináculo, como si fuera un colosal triunfo, la apuesta estatua de San Rafael reina sobre el paisaje. De vez en cuando, las sonoras campanadas inundan el aire apacible, multiplican sus ecos por arcos y por cúpulas, y se trenzan con el aleteo de las palomas, el canto de los pájaros y la canción líquida de los surtidores. Una sinfonía pastoral de gratos sonidos que flota en el aire apacible y sorprende a los turistas; tan cautivados se sienten por la atmósfera del patio que apenas alzan la voz, sólo se aprecia un murmullo en el que sobresalen las lecciones de arte que explican los guías o las risas de los escolares que vienen de excursión.
Para muchos viajeros el patio es una reparadora pausa en el ajetreo agotador de la visita turística, así que se olvidan del reloj y buscan asiento en cualquier poyo para descansar, observar la vida multicolor que bulle alrededor y darse un baño de sensaciones que ya no olvidarán mientras vivan. Y es que el Patio de los Naranjos, vivido y visto con mirada ávida de sensaciones es de esos espacios mágicos que jamás se olvida. Como la Acrópolis de Atenas o el Foro romano.
Los domingos, el flujo contemplativo de turistas se mezcla con los cordobeses que bajan a oír misa. Pero hay que asomarse al patio una tarde del Corpus para ver la custodia de Arfe competir en hermosura con la torre catedralicia mientras el boato litúrgico entre nubes de incienso transporta a época barroca, la que configuró la imagen actual del patio.


Patio de los Naranjos 2 / Fuente de coplas

La Catedral, antigua Mezquita, es una suma de estilos artísticos que los siglos han ido dejando en el primer monumento cordobés. De época barroca es la fuente mayor que hermosea el Patio de los Naranjos, al pie de la torre catedralicia. Según el canónigo e historiador Manuel Nieto Cumplido, la fuente actual se terminó para el día de la Inmaculada de 1741, bajo la dirección del maestro mayor de la Catedral Tomás Jerónimo de Pedrajas, y en fecha reciente, 1997, fue objeto de una benefactora restauración, a cargo del arquitecto Carlos Luca de Tena.
Su privilegiada situación y belleza artística proporcionan a la fuente de Santa María, como así se llama, abundante literatura y algunas leyendas. En 1921 testimoniaba Ricardo de Montis que “mujeres de todos los barrios, aun de los más distantes, acuden continuamente a llenar los ventrudos y limpios cántaros en el cañito de la oliva porque, según una creencia muy generalizada, el agua de éste es distinta y mucho mejor que la de los otros caños”. Efectivamente, aún se aprecia cómo la piedra del poyo contiguo al caño del Olivo es la más desgastada por el roce de los millares de cántaros que durante más de dos siglos de él se abastecieron, como ilustran las amarillentas postales de principios del pasado siglo, en las que aparece una fuente muy concurrida por bellas mujeres morenas que a ella acudían con sus cántaros y entablaban animadas tertulias mientras aguardaban turno. En sus “Horas en Córdoba” el maestro Azorín entra en el Patio de los Naranjos y observa que “cada media hora una moza con un cántaro aparece y lo llena en la fuente; el agua hace un son ronco y precipitado al caer en el cántaro...”
La fuente no sólo da agua, que antaño era “muy delgada, sulfúrea y tan buena como las mejores de Córdoba”; también proporciona inspiración a cantares y poetas. Así, los poderes amorosos que la tradición popular atribuye al caño del Olivo inspiraron a Miguel Salcedo Hierro un pasodoble que se hizo muy popular en los años cuarenta, Cortés Molina, un “calé de rumbo” cautivado por una de aquellas muchachas que acudían a la fuente a por agua, a la que el gitano de ficción le canta apasionadamente: “Yo me estoy quemando vivo / en el fuego de tu cara: /junto al caño del Olivo / deja que beba de tu agua clara”. Más recientemente, el músico Luis Bedmar dedica a la misma fuente una bella composición con aroma de copla popular: “A la fuente del Olivo / madre llévame a beber / a ver si me sale novio / que yo me muero de sed”. Junto al caño se inclina, vencido y sumiso, el centenario olivo que le da nombre, que un rodrigón apuntala para sostener su decrepitud.
Aquellas muchachas con cántaros que muestran las añejas postales en torno a la fuente de Santa María las reemplazan hoy los turistas, signo de los tiempos, que suelen pasar indiferentes junto a ella, o bien se sientan en el borde del pilar para tomarse un respiro o escribir la postal. Cuando aprieta el calor, muchos no resisten la tentación de darse unas refrescantes abluciones, bien distintas a las que practicaban los musulmanes cordobeses en este patio cuando la actual Catedral era Mezquita mayor.
La fuente barroca de Santa María es hermosa y monumental. Lo más sobresaliente son los pilares de labrada piedra que marcan las cuatro esquinas del rectángulo. De la cara interior de los pilares surgen los cuatro caños de bronce que entonan su cuarteto de acuáticas voces, a las que se une el murmullo del marmóreo surtidor central. Es la fuente, en fin, un lujo del Patio de los Naranjos pese a soportar la competencia de tanta monumentalidad como la rodea; fresco oasis benefactor en el que muchos turistas se refugian para recobrar el sosiego perdido con tanto ajetreo.

Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003

























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