PLaza del Triunfo / Monumentos al alcance de la mano
En el
corazón monumental de la ciudad el Ayuntamiento recuperó y abrió al público,
recientemente, la plataforma –tantos años cerrada y olvidada– que, como
privilegiado mirador sobre el entorno, se extiende a los pies del barroco
Triunfo de la Catedral. Es rincón de encanto abrumador, por la monumentalidad
que, sin permitirse el más leve respiro, se despliega alrededor. Veamos.
A los pies
de la plataforma discurre el río plateado bajo el viejo puente, mientras al
fondo se recorta la silueta almenada de la Calahorra.
A la derecha casi se toca con la mano la renacentista Puerta del Puente
–auténtica en la cara exterior, pues la interior es una reproducción de los
años veinte–, erigida en honor del segundo Felipe en 1575, que contempla displicente el continuo
flujo de automóviles.
Al interior
se extiende la plaza del Triunfo,
cuyas pintorescas fachadas neomudéjares evocan aquel exotismo teatral que
venían buscando los viajeros románticos. Y enseguida, la esquina de la mole
catedralicia, con sus balconadas barrocas decoradas con escudos episcopales,
como ojos abiertos al espectáculo, mientras que, sobrepasando la crestería de
almenas sirias, dialogan las cubiertas octogonales del crucero y de la magna
capilla de Santa Teresa. Calle Torrijos arriba, se eleva la
demacrada fachada del palacio de los obispos, con sus vigilantes torres ciegas.
Recorrido
así a vuelapluma el entorno monumental, hay que centrar ahora la atención en el
recuperado mirador, un espacio creado en el siglo XVIII, para respiro del triunfo,
sobre un antiguo hospital fundado por el obispo don Pascual en las postrimerías
del XIII para asilo y cementerio de infelices víctimas del río, que el pueblo
llamaba Corral de los Ahogados. Su planta rectangular es como un barco
navegando entre monumentos, cuyo esbelto mascarón de proa sería el colosal
triunfo de San Rafael labrado en 1781 por Michel de
Verdiguier por encargo del Cabildo.
Una
artística verja circular, jalonada de inscripciones latinas sobre cartelas de
mármol blanco, anilla el basamento del triunfo, en el que se despliega una
recargada escenografía barroca llena de alegorías y de santos. Un águila
sostiene una cartela con la promesa del Custodio: “Yo te Juro por Jesu Christo
Crucificado que soi Rafael Angel a quien Dios tiene puesto por Guarda de esta
ciudad”. Y una torre cilíndrica sustenta la esbelta columna rematada por
capitel compuesto, sobre la que por fin se asienta vigilante la estatua del
Custodio.
Bajo la
mirada atenta de Santa Bárbara, que envuelta en su ampulosa túnica vigila desde
el basamento, se extiende a sus pies la rectangular explanada, con pavimento de
enchinado artístico organizado en cuadrículas, mientras en el centro surge el
pilar ovalado de una fuente barroca decorada con la escultura de un niño
cabalgando sobre un legendario pez; es el mismo asunto que labró Verdiguier, el
autor del triunfo, en las postrimerías del siglo XVIII, pero estaba tan cruelmente
mutilado, que ha sido conveniente realizar una réplica, esculpida por los hermanos Rueda,
los mismos artistas de la piedra que hace unos años repararon la maltrecha
estatua del Arcángel.
A los lados
de la fuente se alinean simétricamente cuatro hileras de cinco naranjos –suman
por tanto veinte–, cuyos alcorques circulares quedan conectados por una red de
acequias. Tres de los lados de la acogedora explanada mirador están recorridos
por asientos de piedra erosionada por las inclemencias, que invitan a tomar
asiento para desgranar sin prisa tanta belleza acumulada. Sobre el ocre testero
del antiguo Seminario,
poblado de enrejadas ventanas, una vieja y escatológica inscripción en mármol
gris informa que se conceden “40 días de indulgencia a los que devotamente
rezaren una Ave María ante cada una de estas efigies pidiendo a Dios por el
bien de su Yglesia, i eterno descanso de los fieles sepultados en este
cementerio”. Es preferible pasar de largo ante una alusión tan inquietante, y
dedicarse a desmenuzar las innumerables bellezas que regala tan espléndido
mirador, y cuando se hallan agotado, bajar a la calzada ribereña para leer e
incluso tocar el glorioso soneto que Góngora
dedicó a su patria, flor de España, inscrito en una lápida de mármol al pie de
esta tribuna.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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