domingo, 25 de febrero de 2018

Rincones de Córdoba con encanto - 52 Plaza del Triunfo

PLaza del Triunfo / Monumentos al alcance de la mano
En el corazón monumental de la ciudad el Ayuntamiento recuperó y abrió al público, recientemente, la plataforma –tantos años cerrada y olvidada– que, como privilegiado mirador sobre el entorno, se extiende a los pies del barroco Triunfo de la Catedral. Es rincón de encanto abrumador, por la monumentalidad que, sin permitirse el más leve respiro, se despliega alrededor. Veamos.
A los pies de la plataforma discurre el río plateado bajo el viejo puente, mientras al fondo se recorta la silueta almenada de la Calahorra. A la derecha casi se toca con la mano la renacentista Puerta del Puente –auténtica en la cara exterior, pues la interior es una reproducción de los años veinte–, erigida en honor del segundo Felipe en 1575, que contempla displicente el continuo flujo de automóviles.
Al interior se extiende la plaza del Triunfo, cuyas pintorescas fachadas neomudéjares evocan aquel exotismo teatral que venían buscando los viajeros románticos. Y enseguida, la esquina de la mole catedralicia, con sus balconadas barrocas decoradas con escudos episcopales, como ojos abiertos al espectáculo, mientras que, sobrepasando la crestería de almenas sirias, dialogan las cubiertas octogonales del crucero y de la magna capilla de Santa Teresa. Calle Torrijos arriba, se eleva la demacrada fachada del palacio de los obispos, con sus vigilantes torres ciegas.
Recorrido así a vuelapluma el entorno monumental, hay que centrar ahora la atención en el recuperado mirador, un espacio creado en el siglo XVIII, para respiro del triunfo, sobre un antiguo hospital fundado por el obispo don Pascual en las postrimerías del XIII para asilo y cementerio de infelices víctimas del río, que el pueblo llamaba Corral de los Ahogados. Su planta rectangular es como un barco navegando entre monumentos, cuyo esbelto mascarón de proa sería el colosal triunfo de San Rafael labrado en 1781 por Michel de Verdiguier por encargo del Cabildo.
Una artística verja circular, jalonada de inscripciones latinas sobre cartelas de mármol blanco, anilla el basamento del triunfo, en el que se despliega una recargada escenografía barroca llena de alegorías y de santos. Un águila sostiene una cartela con la promesa del Custodio: “Yo te Juro por Jesu Christo Crucificado que soi Rafael Angel a quien Dios tiene puesto por Guarda de esta ciudad”. Y una torre cilíndrica sustenta la esbelta columna rematada por capitel compuesto, sobre la que por fin se asienta vigilante la estatua del Custodio.
Bajo la mirada atenta de Santa Bárbara, que envuelta en su ampulosa túnica vigila desde el basamento, se extiende a sus pies la rectangular explanada, con pavimento de enchinado artístico organizado en cuadrículas, mientras en el centro surge el pilar ovalado de una fuente barroca decorada con la escultura de un niño cabalgando sobre un legendario pez; es el mismo asunto que labró Verdiguier, el autor del triunfo, en las postrimerías del siglo XVIII, pero estaba tan cruelmente mutilado, que ha sido conveniente realizar una réplica, esculpida por los hermanos Rueda, los mismos artistas de la piedra que hace unos años repararon la maltrecha estatua del Arcángel.
A los lados de la fuente se alinean simétricamente cuatro hileras de cinco naranjos –suman por tanto veinte–, cuyos alcorques circulares quedan conectados por una red de acequias. Tres de los lados de la acogedora explanada mirador están recorridos por asientos de piedra erosionada por las inclemencias, que invitan a tomar asiento para desgranar sin prisa tanta belleza acumulada. Sobre el ocre testero del antiguo Seminario, poblado de enrejadas ventanas, una vieja y escatológica inscripción en mármol gris informa que se conceden “40 días de indulgencia a los que devotamente rezaren una Ave María ante cada una de estas efigies pidiendo a Dios por el bien de su Yglesia, i eterno descanso de los fieles sepultados en este cementerio”. Es preferible pasar de largo ante una alusión tan inquietante, y dedicarse a desmenuzar las innumerables bellezas que regala tan espléndido mirador, y cuando se hallan agotado, bajar a la calzada ribereña para leer e incluso tocar el glorioso soneto que Góngora dedicó a su patria, flor de España, inscrito en una lápida de mármol al pie de esta tribuna.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA

Córdoba, 2003





























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