Plaza de San Juan / Entre condes y esclavas
Si uno prescinde del goteo de coches que la cruza, desde la calle Sevilla a la de Leopoldo de Austria, la plaza de San Juan es bella en sus contrastes. Su planta triangular comprende la calzada para los autos y un amplio rellano peatonal que se extiende ante la fachada de la iglesia para refugio de paseantes y juegos infantiles. Este espacio también ampara la sencilla cruz de hierro que florece sobre un desnudo fuste de granito y las parejas de naranjos y de prunos, que se alinean ante la fachada del templo.
El interés de la plaza reside en sus contrastes. Lo primero que atrae la mirada del viajero es el alminar de época califal que se alza vigilante –diez siglos lleva así– al inicio de la calle Barroso, con sus sillares de piedra arenisca, dispuestos a soga y tizón, desmoronándose. Lo más vistoso son los pareados arcos de herradura apoyados en una columnilla central con capitel califal; por encima de ellos los especialistas intuyen frisos de siete arquillos ciegos, de lo que apenas queda huella. El tejado a cuatro aguas que cubre la torre es desafortunado, por mucho que nos hayamos habituado a su contemplación, pero protege esta ruina arqueológica, de la que da noticia una inscripción colocada junto a su base: “Alminar de una mezquita (obra del siglo X) que fue cedida luego para iglesia de la orden de San Juan de Jerusalén”. Pese al deterioro originado por los siglos, el viejo alminar conserva su poder de seducción arqueológica, y traslada al viajero imaginativo que lo sorprende cuando baja por la calle Sevilla a la remota y esplendorosa Córdoba califal; tal es el poder evocador que las piedras transmiten cuando permanecen en su contexto urbano.
El estado del alminar contrasta con la portada neoclásica de la iglesia: un arco de medio punto entre pilastras y columnas, recorrido por un friso decorado con triglifos y metopas, y rematado por frontón partido en el que se inscribe una hornacina con el busto del Corazón de Jesús. A la derecha de la portada, y acosada por el edificio colindante del colegio, se alza una somera espadaña de estirpe barroca.
En contraste con el ajetreo de la plaza, la iglesia es un oasis de espiritualidad y recogimiento, y es constante el goteo de devotos que acuden a postrarse ante el Santísimo Sacramento, expuesto de forma permanente. Esta antigua parroquia de San Juan de los Caballeros fue cedida por el obispo fray Zeferino González a las Esclavas del Sagrado Corazón –orden religiosa fundada en 1877 por Santa Rafaela María Porras, natural de Pedro Abad–, a raíz de su establecimiento en Córdoba en 1880, que la reabrieron al culto un año más tarde, tras su adecuada restauración. De ello dan noticia los murales de azulejos que decoran el vestíbulo.
Frente a la iglesia pervive la blasonada portada de una casa señorial remodelada por los condes de Gramedo, sus propietarios actuales. Muchos cordobeses recordarán que en 1985 se alojó en ella Elena de Borbón durante una visita privada a Córdoba, ocasión en que el Real Centro Filarmónico Eduardo Lucena le dedicó una serenata, que la infanta siguió desde el balcón.
La de San Juan es, como casi todas las pequeñas plazas cordobesas, encrucijada de calles: baja la de Sevilla, arranca Barroso, desciende Leopoldo de Austria al pronto encuentro con Pineda, y desemboca General Argote, la más angosta, que engarza en su esquina un capitel toscano. Alineado con ella, la casa señalada con el número 4 despliega sus amplios balconajes corridos como los de la Corredera.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
No hay comentarios:
Publicar un comentario