Calle de la Muralla / Séneca dialoga con Averroes
La Puerta de Almodóvar
marca el inicio de un breve y sugestivo itinerario a través de la resurrecta calle Cairuán o
de la Muralla, milagro obrado en los años sesenta gracias al alcalde Antonio Guzmán
Reina, que transformó un arroyo maloliente en la belleza que hoy se
disfruta. De bronce y sol, dialoga Séneca con el blanco perfil de Averroes, al extremo de la calle; Roma y el
Islam se dan la mano en esta conversación que a distancia sostienen los
filósofos, que, aunque separados por un milenio, la proximidad de sus estatuas
transforma en coetáneos.
Ataviado con
romana toga y sosteniendo un enrollado pergamino en su mano izquierda, Lucio
Anneo Séneca se erige en perpetuo centinela de la vieja puerta musulmana, y
parece un vecino más del barrio; no hay que olvidar que para esculpir su cabeza
Amadeo Ruiz Olmos
se inspiró en un cercano tabernero. La estatua, costeada por Manuel
Benítez El Cordobés, fue arropada en su inauguración, septiembre de 1965, por los pensadores participantes en
el Congreso Internacional de Filosofía que conmemoraba el XIX centenario de la
muerte de Séneca. Desde entonces su perfil de bronce ya es inseparable de las
fotos que los turistas se llevan de la puerta de Almodóvar, la antigua Bab
al-Chawz o puerta del Nogal, una de las doce que se abrían en el recinto
amurallado de la Córdoba medieval; si se la observa bien, está formada por dos
torreones unidos por un arco de medio punto en el que se abre el hueco
adintelado. Las almenas que la coronan resplandecen al sol como una diadema.
Bajo la
balaustrada o balconcillo que, al pie de la puerta, domina este oasis, vierte
el caño inagotable su impetuoso brazo de agua fresca, que se remansa como
frágil espejo en tres estanques escalonados, luego desaparece durante un corto
trecho y enseguida reaparece como un rumor oscuro en los encajonados fosos que
se abren al pie de la muralla. Cuando se llevó a cabo esta acertada reforma el
agua procedía de tres caudales confluyentes en la antigua alcubilla existente
ante la puerta de Almodóvar: el arroyo del camino de la Victoria, el venero
Esquina de Paradas, y la atarjea de las Aguas del Cabildo. “Así aquel cauce
va.... besando el muro / de viejas, nobles piedras de la historia, / en busca
de su muerte que es el río”, cantaba el poeta Juan Morales Rojas, tan
familiarizado con este paisaje, pues nació y vivió en la cercana calle
Almanzor. La fresca canción del agua contrarresta aquí el rumor del tráfico que
sube por la cercana calle Doctor Fleming.
El sugerente
paseo por la calle de la Muralla permite contemplar la restaurada cerca
medieval en toda su arrogancia arquitectónica, jalonada, de trecho en trecho,
de torres adosadas, seis en total, mientras al pie discurre el agua por su
foso, festoneado por pequeños arriates en los que despuntan este año amarillas
flores del tiempo.
Una reciente
reforma ha despojado la muralla de la vegetación que antaño la arropaba, que
prestaban cómplices refugios a los devaneos de los jóvenes enamorados. Ahora la
muralla se muestra ásperamente desnuda; sólo dos cipreses han sido respetados,
que, por otro lado, conjugan bien con la vecindad de la piedra. La reforma ha
permitido recuperar y mejorar el camino de ronda que discurre al pie de la
muralla, en plano más elevado que la calle, lo que ofrece al viajero la
oportunidad de pasearlo, o bien, si lo prefiere, sentarse en los poyos que
protegen del foso, mientras el agua descendente arrulla los oídos con su fresco
rumor.
En la acera
habitada, en cambio, las casas homogéneas conservan sus floridos arriates, en
los que los jazmines, los dompedros, los plumpagos y las damas de noche trenzan
en sus aromas para envolver a todo aquel que pasa, mientras las afortunadas
inquilinas, sacan a la calle sus sillas de anea y la convierten en patio
compartido para hilvanar placenteras tertulias hasta la madrugada.
La vecindad
de tanta belleza atenuará sin duda el dolor de los lechos que se presiente tras
las ventanas del cercano hospital de la
Cruz Roja. Una puerta abierta en la muralla, flanqueada por cipreses
recortados, adentra en el hotel Amistad,
cuyo patio claustrado y antiguo enjoyan capitales romanos y visigodos.
Y el
hierático perfil blanco de Averroes (“Filósofo médico. Córdoba 1126 - Marrakech
1198”, ilustra una placa en el pedestal del monumento, inaugurado en mayo de 1967), con el libro de la sabiduría en su
regazo, despide al paseante antes de desembocar en la explanada por la que
respira al exterior el quebrado vericueto de la calleja de la Luna.
Pero ese rincón merece ya otra página.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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