Calle Capitulares / Música celestial
La calle Capitulares
ofrece al menos dos espacios en los que habita el encanto: el compás de la iglesia de San
Pablo y el llamado callejón del Galápago, que adentra en la antigua
Diputación y Biblioteca Provincial, edificio recuperado como delegación de la
Consejería de Cultura tras una sabia intervención.
La marmórea
portada barroca del siglo XVIII por
la que se asoma a la calle la iglesia de San Pablo es bella pero engañosa, pues
no guarda relación estilística con el templo. Tras ella se abre el recoleto
compás, cuyo sosiego contrasta con el ajetreo de la calle; otra isla de
tranquilidad que seduce con su vegetación envolvente –las palmeras
washingtonias, el jazmín, el plumbago, las cañas...–, sobre la que se impone la
amarilla portada manierista, de finales del siglo XVI. Sobre su ingreso de medio punto,
flanqueado por dobles pilastras, se extiende un frontón partido; en el segundo
cuerpo vigila el compás desde la hornacina la imagen de Santo Domingo, y sobre
él descuella el blanco rosetón, moderno. Poco tiene que ver esta fachada con la
esbelta fábrica interior, que asombra al visitante nada más traspasar el
cancel.
La contemplación
de las esbeltas naves de desnuda piedra, cubiertas por artesonado de lacería
mudéjar, eleva el espíritu. La severa desnudez del primer gótico encuentra el
contrapunto de otros estilos bien distintos en la marmórea capilla barroca de
la Virgen del Rosario o en la del Cristo de la Expiración, envuelta en yeserías
de raigambre mudéjar inspiradas en la Capilla Real catedralicia. Pero el mayor
faro devocional del templo es la piedad de Juan de Mesa, venerada como Nuestra Señora
de las Angustias.
En el último
tercio del siglo XIII
iniciaron los dominicos la construcción de su iglesia conventual, ultimada a
finales del XV. Pero en el siglo XIX sufrió los negativos efectos de la
desamortización, que originó su abandono y ruina. La triste suerte del
monumento cambia a partir de 1897, cuando el obispo Sebastián
Herrero lo entrega a los misioneros claretianos, que emprenden su
restauración con la intervención del arquitecto Adolfo Castiñeyra
y del escultor Mateo Inurria,
El padre Antonio M. Pueyo del Val, impulsor de aquella intervención, encontró
la iglesia “como un largo túnel, blanqueado, oscuro y bajo de techo, con naves
laterales de una sola vertiente, sin coro, sin ábsides...”. De pena. Pero en
pocos años resucitó de la ruina.
Como guinda
de la restauración el padre Pueyo adquirió en la Exposición Internacional de
París de 1900, por 29.000 pesetas, un espléndido
carillón de 32 campanas, que alegró con sus musicales tintineos el entorno de
San Pablo hasta que en 1964 enmudeció. En 1998 la cooperación de la Consejería de
Cultura, el Ayuntamiento, la Diputación y Cajasur hizo el milagro de devolver la voz
al mudo carillón, y desde entonces su grata sonería vuelve surcar el cielo
cordobés. Acorde con los tiempos, el nuevo carillón está informatizado, y su
responsable puede programar cualquiera de las doscientas melodías, religiosas y
profanas, que integran el repertorio. Es un placer sinigual escuchar desde el
recoleto compás el sonoro tintineo de sus campanas, verdadera música celestial,
que suenan siete veces al día, en las horas 10.35, 10.40, 11.45 –el ángelus–,
14.20, 14.25, 19.45 y 19.50.
Ya en la
calle, la mirada atenta descubre otros detalles gratos. Como la cabecera
rematada por linterna de la iglesia del Cister, que se impone en el paisaje
urbano de la calle Alfaros;
la reconstruida muralla romana que, en duro contraste, reaparece bajo el
edificio posmoderno del nuevo Ayuntamiento; y la sólida plataforma de sillares
que sustenta el templo romano.
Ahora hay
que buscar una puerta con verja que, cerca de la Esparteria,
ostenta el número 2, cuyo modesto aspecto no anticipa lo que aguarda dentro, un
edificio proyectado por los arquitectos Sanz Cabrera y Jiménez Povedano donde,
en ejemplar proceso de integración, las formas y materiales de hoy conviven y
dialogan con el legado arquitectónico del pasado, procedente del antiguo
convento de San Pablo. El callejón del Galápago desemboca en un ensanche o
plaza interior flanqueada por naranjos y palmeras washingtonias, cuya vertiente
derecha embellece una arquería ciega de raigambre renacentista. Delante se alza
la moderna fachada, revestida con amarillenta piedra de Macael. El indicado
respeto al arte del pasado integra en su interior un barroco salón con
decoradas bóvedas de arista y un acogedor patio con doble arquería cerrada por
cristal, propio de una casa señorial.
Alguien
puede pensar que tiene mala suerte esta ejemplar actuación por quedar oculta
desde la calle a la mirada del viajero, pero acaso en ello resida su encanto,
pues la interioridad le proporciona recogimiento. Al regresar a la calle, la
mella de un solar permite contemplar, triunfante en su podio, la columnata del Templo romano.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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