domingo, 2 de septiembre de 2018

Rincones de Córdoba con encanto, 78 Plaza y Calleja de la Luna


Plaza y Calleja de la Luna / Línea quebrada
En la confluencia de la calle Cairuán con la de Doctor Fleming se abre una amena explanada que se extiende a lo largo de la almenada muralla. Es un rectángulo acogedor deprimido sobre el nivel de la calle y flanqueado por una escalinata que traza un semicírculo, como invitando a tomar asiento para contemplar el espectáculo. La explanada tiene pavimento de morrillo, que se interrumpe al centro por un estanque cuadrado, y a sus lados se alinea una docena de jóvenes naranjos, que proporcionan incipiente sombra a los veladores, mientras el blanco perfil de Averroes vigila altivo desde su cercanía.
Traspasada la muralla a través de un arco, se accede a la intimidad de una placita rectangular y parcialmente entoldada, que en época de buen tiempo los mesones transforman en comedor al aire libre. Sorteando las mesas se puede apreciar en el testero frontal una fuente mural, proyectada en 1964 por el arquitecto José Rebollo, que escoltan dos fustes, el de la derecha arropado por un ficus que escala el muro. Es una fuente musical, erigida en honor del dios heleno Pan, protector de los pastores, que empuñaba una pequeña flauta o caramillo, salvajemente mutilada desde hace años. Mana de su boca un tímido chorro de agua, que al precipitarse sobre el redondo pilar provoca un leve rumor. Corona la fuente una cartela barroca de piedra, a la espera de inscripción. Junto al pilar, una columna sustenta el metálico perfil de una Virgen –en este lugar no puede ser otra que la de Luna, cuyo patronazgo comparten Pozoblanco y Villanueva de Córdoba– envuelta en su resplandor.
A la izquierda de la íntima placita, un arco invita a sumergirse en la quebrada y penumbrosa calleja, que discurre aprisionada entre dos casas señoriales: por la derecha, la austera espalda blanca de la de las Pavas –cuya portada renacentista se abre en el último tramo de Tomás Conde–, y por la izquierda la fachada de la deshabitada casa de Villaceballos, con sus muros de sillar y ladrillo, en los que se abren, de trecho en trecho, salientes ventanas protegidas por rejas y celosías. Son cincuenta pasos de embrujo que conviene recorrer sin prisa, apreciando cada esquina, cada arco, cada mínimo ensanche, cada perspectiva.
Tras el primer arco saluda al viajero la copa de un naranjo, que en primavera perfuma de azahar esta angostura. Hasta hace unos años se asomaba a este tramo una tahona, que inundaba la calle con el cálido aroma del pan recién hecho. Giro a la derecha. De trecho en trecho, arquitos de ladrillo soportan el empuje de los muros y crean hermosas perspectivas. Al fondo del segundo tramo un pétreo escudo de Córdoba empotrado en la cal recuerda dónde estamos. El grato silencio reinante sólo se ve alterado por los pasos de los escasos transeúntes sobre las losas de granito. Turistas extraviados se cruzan con vecinos del entorno que utilizan el callejón como atajo para ir de la zona de Fleming a la Judería o viceversa, lo que acaba desvaneciendo el misterio que la calle encierra.
Giro a la izquierda. Pone punto final a este itinerario seductor la portada barroca de la casa de los Villaceballos, cuya fábrica de ladrillo recuerda el patio principal del antiguo hospital del Cardenal Salazar; sobre la puerta adintelada, hoy tapiada, campea un escudo, y sobre él, un balcón coronado por frontón partido. Aún aguarda una última sorpresa: si el viajero eleva la vista en dirección a la calle Tomás Conde, verá asomar por encima de los tejados el campanario de la Catedral, que es como una brújula a la salida del laberinto.
Cuando Teodomiro Ramírez de Arellano paseó por aquí, era una calleja sin salida que respondía al nombre de Villaceballos, por la familia que habitaba la casa palaciega, que solían visitar “cuantas personas curiosas tienen noticia de la colección de lápidas romanas y árabes y otras muchas cosas notables que contiene”.

Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003

















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