Plaza y Calleja de la Luna / Línea quebrada
En la
confluencia de la calle Cairuán
con la de Doctor
Fleming se abre una amena explanada que se extiende a lo largo de la
almenada muralla. Es un rectángulo acogedor deprimido sobre el nivel de la
calle y flanqueado por una escalinata que traza un semicírculo, como invitando
a tomar asiento para contemplar el espectáculo. La explanada tiene pavimento de
morrillo, que se interrumpe al centro por un estanque cuadrado, y a sus lados
se alinea una docena de jóvenes naranjos, que proporcionan incipiente sombra a
los veladores, mientras el blanco perfil de Averroes vigila altivo desde su cercanía.
Traspasada
la muralla a través de un arco, se accede a la intimidad de una placita
rectangular y parcialmente entoldada, que en época de buen tiempo los mesones
transforman en comedor al aire libre. Sorteando las mesas se puede apreciar en
el testero frontal una fuente mural, proyectada en 1964 por el arquitecto José Rebollo,
que escoltan dos fustes, el de la derecha arropado por un ficus que escala el
muro. Es una fuente musical, erigida en honor del dios heleno Pan, protector de
los pastores, que empuñaba una pequeña flauta o caramillo, salvajemente
mutilada desde hace años. Mana de su boca un tímido chorro de agua, que al
precipitarse sobre el redondo pilar provoca un leve rumor. Corona la fuente una
cartela barroca de piedra, a la espera de inscripción. Junto al pilar, una
columna sustenta el metálico perfil de una Virgen –en este lugar no puede ser
otra que la de Luna, cuyo patronazgo comparten Pozoblanco y Villanueva de
Córdoba– envuelta en su resplandor.
A la
izquierda de la íntima placita, un arco invita a sumergirse en la quebrada y
penumbrosa calleja, que discurre aprisionada entre dos casas señoriales: por la
derecha, la austera espalda blanca de la de las Pavas –cuya portada
renacentista se abre en el último tramo de Tomás Conde–,
y por la izquierda la fachada de la deshabitada casa de Villaceballos, con sus
muros de sillar y ladrillo, en los que se abren, de trecho en trecho, salientes
ventanas protegidas por rejas y celosías. Son cincuenta pasos de embrujo que
conviene recorrer sin prisa, apreciando cada esquina, cada arco, cada mínimo
ensanche, cada perspectiva.
Tras el
primer arco saluda al viajero la copa de un naranjo, que en primavera perfuma
de azahar esta angostura. Hasta hace unos años se asomaba a este tramo una
tahona, que inundaba la calle con el cálido aroma del pan recién hecho. Giro a
la derecha. De trecho en trecho, arquitos de ladrillo soportan el empuje de los
muros y crean hermosas perspectivas. Al fondo del segundo tramo un pétreo
escudo de Córdoba empotrado en la cal recuerda dónde estamos. El grato silencio
reinante sólo se ve alterado por los pasos de los escasos transeúntes sobre las
losas de granito. Turistas extraviados se cruzan con vecinos del entorno que
utilizan el callejón como atajo para ir de la zona de Fleming a la Judería o
viceversa, lo que acaba desvaneciendo el misterio que la calle encierra.
Giro a la
izquierda. Pone punto final a este itinerario seductor la portada barroca de la
casa de los Villaceballos, cuya fábrica de ladrillo recuerda el patio principal
del antiguo hospital
del Cardenal Salazar; sobre la puerta adintelada, hoy tapiada,
campea un escudo, y sobre él, un balcón coronado por frontón partido. Aún
aguarda una última sorpresa: si el viajero eleva la vista en dirección a la calle Tomás Conde,
verá asomar por encima de los tejados el campanario de la Catedral, que es como
una brújula a la salida del laberinto.
Cuando Teodomiro
Ramírez de Arellano paseó por aquí, era una calleja sin salida que
respondía al nombre de Villaceballos, por la familia que habitaba la casa
palaciega, que solían visitar “cuantas personas curiosas tienen noticia de la colección
de lápidas romanas y árabes y otras muchas cosas notables que contiene”.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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