Puerta de Sevilla / Paseando con Ibn Hazam
En el soneto
que Góngora
dedicó a su tierra tienen destacada presencia el “excelso muro” y las “torres
coronadas / de honor, de majestad, de gallardía”. Muro y torres pertenecían al
recinto amurallado de la ciudad, de origen romano, reconstruido por árabes y
cristianos, que en el siglo XVII, cuando
fue escrito el poema, se conservaban con bastante integridad. Aunque gran parte
de aquel anillo fortificado, con sus torres y puertas, fue destruido en el
último tercio del siglo XIX –cuando
la ciudad rompe su cerco defensivo para iniciar la expansión extramuros–, se
conservan algunas murallas que confieren a Córdoba un aspecto medieval. Uno de
ellos es el tramo meridional de la muralla occidental, que discurre entre la Puerta de Sevilla
y el río, objeto de este paseo evocador.
Cuando el
alcalde Antonio Cruz Conde
impulsó en los años cincuenta la construcción de la amplia avenida del
Corregidor, que enlazase el nuevo puente con el centro urbano, no tuvo más que
dejarse guiar por la muralla occidental, que además, convenientemente
restaurada, quedó incorporada al paisaje urbano que daba la bienvenida a los
viajeros que llegaban por el sur. Su tenue iluminación artística, emprendida
por Vimcorsa y el Plan de Excelencia Turística, ha ‘puesto en valor’ –como
dicen los conservacionistas– uno de los más nobles accesos a la ciudad. Y
aunque los cordobeses suelen pasar de largo por el lugar, a bordo de los
veloces automóviles, bueno será por una vez disfrutar de la contemplación
cercana y reposada de esta muralla, que puede hacerse de dos formas; una,
diurna, siguiendo la terriza explanada que se extiende junto al foso o
barbacana, y otra, nocturna, contemplando el conjunto iluminado desde el
acerado que discurre junto a la avenida.
Esta muralla
es obra cristiana realizada en el siglo XIV, y rehecha en 1958 por el arquitecto municipal José Rebollo. De
esta época es la actual puerta, acceso occidental al barrio del Alcázar Viejo,
situada en el lugar donde estuvo la puerta musulmana de los Drogueros; se trata
de una puerta adintelada coronada por un escudo de Córdoba labrado en piedra,
que le proporciona cierta apariencia de antigüedad. Traspasada la puerta, se
extiende la plaza del mismo nombre, que sería hermosa en su blanca sencillez si
no estuviera invadida por los autos. El restaurante aledaño ha recuperado una
casa popular cuyo patio, transformado en comedor, llegó a ganar premios en los
concursos de mayo. A la vera del establecimiento arranca la calle Postrera, que se inicia con un
trazado semicircular, como un abrazo de cal, en la que perviven algunos patios
populares.
Pero
salgamos del barrio para no distraernos del motivo principal que hasta aquí nos
trae. De nuevo a extramuros, el viajero debe observar con atención ese potente
cubo unido a la muralla mediante dos arcos de herradura, y que siempre se
consideró una torre albarrana, mientras que teorías más recientes y novedosas
consideran que los arcos constituyen el resto de un acueducto romano. Sea cual
fuere su origen, el conjunto es bello, y empequeñece la estatua del polígrafo
cordobés Ibn Hazam, labrada en bronce por el escultor Ruiz Olmos
e instalada en 1963 –noveno centenario de su muerte– sobre
un pedestal plantado en el foso. Por poca imaginación que tenga el viajero
adivinará que el pergamino enrollado que sostiene en su mano izquierda contiene
el texto de El collar de la paloma, su famoso tratado sobre el amor y los
amantes, lleno de citas sugerentes. Un ejemplo: “Cuando me voy de tu lado, mis
pasos son como los del prisionero a quien llevan al suplicio”. Cualquiera de
los ásperos poyos que rodean la estatua es un buen lugar para ojear tan
delicioso libro. Rampas y escalinatas salvan los desniveles, mientras que
cítricos trepadores y setos de ciprés arropan algunos paramentos.
A partir de
la puerta se adosan a la muralla, sucesivamente, una torre ochavada y otras
tres de planta cuadrada. En la parte inferior del muro se aprecian los
descarnados sillares dispuestos a soga y tizón, más arriba aparece el tapial
horadado por mechinales, y finalmente las rehechas almenas de prismáticos
remates, tras las cuales se arremolinan las casas del Alcázar Viejo, algunas
con ropas que secan al sol; el testero de una casa interrumpe incluso la
muralla, y en ella abre sus ventanas enrejadas. Entre la fortificación y el
foso, por el que verdea extenuado el arroyo del Moro,
un callejón transitable invita a realizar una excursión a la Edad Media.
Escasos árboles jalonan la muralla, entre ellos una palmera, que pinta su nota
de exotismo oriental. Por el exterior bordea el foso un arriate en el que
amarillean flores del tiempo.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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