Campo Santo de los Mártires/ La verde encrucijada
Cuando el
viajero baja por Fleming de la ruidosa urbe para sumergirse en la concentración
monumental que se agolpa junto al río, el Campo Santo
de los Mártires constituye una verde transición que sosiega el
espíritu antes de adentrarse en los esplendores del pasado. Jardín perturbado
por una diagonal de tráfico, constituye una verde encrucijada de caminos a la
búsqueda de cercanos y sobresalientes monumentos.
En su libro
Indicador cordobés, Luis
María Ramírez de las Casas-Deza atribuye el origen del nombre a
“haber sido el lugar donde muchos cristianos en las persecuciones de los árabes
recibieron la palma del martirio”, afirmación que, aunque hoy no comparten los
historiadores, dio lugar a la instalación de varias cruces entre los siglos XVI y XVII, que fueron bárbaramente destruidas
por los invasores franceses en 1810. Estos terrenos habían pertenecido al
extenso Palacio Califal, y cuando Alfred Guesdon dibujó en 1860 su famosa vista aérea de Córdoba
aparecían como una explanada terriza.
El verde
cuadrilátero concentra algunas curiosidades. Una reciente restauración devolvió
su esplendor al vistoso edificio palaciego que domina la vertiente norte,
construido a finales del siglo XVI por un canónigo, Juan Sigler de Espinosa.
Más tarde perteneció al Marqués de Valderas, que en los años veinte del pasado
siglo lo vendió a las Siervas de María Ministras de los Enfermos –como Salus
Infirmorum, Salud de los Enfermos, bautizaron la casa–, y en él permanecieron
hasta finales de los ochenta. Hoy acoge al Instituto
de Estudios Sociales Avanzados. Una hermosa torre mirador, cuyas
tejas vidriadas brillan al sol, subraya la esquina que busca la muralla,
mientras que en la fachada llama la atención del viajero la bella galería de
arquillos del piso superior y el delicado relieve inscrito en un friso de
azulejos que representa dos pavos reales sosteniendo un blasón.
La plaza
está de suerte. No sólo ha recuperado este noble edificio, que las Siervas de
María abandonaron húmedo y ruinoso, sino que también ha visto renacer de su
largo abandono los baños califales,
ahora restaurados y protegidos por una cubierta, que sirve también como plaza
aterrazada. Los baños califales propiamente dichos constan de salas templada y
caliente, a las que hay que añadir la sala fría de otro baño almohade
posterior. El milagro de una olvidada ruina puesta en valor permite a los
viajeros imaginar que regresan a la Córdoba musulmana.
Junto al
rincón donde abre el restaurante Almudaina no pasarán desapercibidas al viajero
curioso dos ventanas tapiadas de raigambre gótica, que pertenecieron al antiguo
Palacio Episcopal,
construido en el siglo XV por el
obispo Sancho de Rojas y destruido dos siglos más tarde por un incendio. Por
encima del inhóspito muro que cierra el solar asoma la torre catedralicia
anunciando su cercana presencia.
Dos jardines
triangulares, separados por una vía diagonal adoquinada que canaliza el
persistente tráfico, configuran este verde pulmón en la antesala del Alcázar,
cuyas murallas y torres amarillean entre la arboleda. Predominan los umbrosos
plátanos de oriente, los fragantes naranjos y las esbeltas palmeras datileras,
junto a especies más infrecuentes, como robinias, prunos, palmeras
washingtonias y un ejemplar de casuarina.
Los
ajardinados setos arropan dos monumentos. Frente al muro del antiguo palacio
episcopal un templete sustentado por columnas de mármol cobija dos delicadas
manos esculpidas en bronce. El viajero se preguntará qué significa, y enseguida
encuentra la respuesta en la inscripción del pedestal: “La ciudad de Córdoba a
los enamorados el poeta Ibn Zaydun y la
princesa Valada”. Y como testimonio literario de aquel amor de fábula, una
estrofa pone en boca de la princesa: “Tengo celos de mis ojos, de mí toda, / de
ti mismo, de tu tiempo y lugar, / aun grabado tu en mis pupilas, / mis celos
nunca cesarán”. Es el monumento a los amantes, proyectado por el arquitecto
Víctor Escribano. El otro monumento, erigido en 1976 a la memoria de al-Hakam II,
y perdido entre los setos de la vertiente opuesta, mejor es olvidarlo en este
recuento de encantos, pues ni la calidad artística de la estatua ni el pobre
diseño del pedestal están a la altura del culto califa al que se pretende
homenajear.
Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003
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