domingo, 9 de septiembre de 2018

Rincones de Córdoba con encanto, 79 Campo Santo de los Mártires


Campo Santo de los Mártires/ La verde encrucijada
Cuando el viajero baja por Fleming de la ruidosa urbe para sumergirse en la concentración monumental que se agolpa junto al río, el Campo Santo de los Mártires constituye una verde transición que sosiega el espíritu antes de adentrarse en los esplendores del pasado. Jardín perturbado por una diagonal de tráfico, constituye una verde encrucijada de caminos a la búsqueda de cercanos y sobresalientes monumentos.
En su libro Indicador cordobés, Luis María Ramírez de las Casas-Deza atribuye el origen del nombre a “haber sido el lugar donde muchos cristianos en las persecuciones de los árabes recibieron la palma del martirio”, afirmación que, aunque hoy no comparten los historiadores, dio lugar a la instalación de varias cruces entre los siglos XVI y XVII, que fueron bárbaramente destruidas por los invasores franceses en 1810. Estos terrenos habían pertenecido al extenso Palacio Califal, y cuando Alfred Guesdon dibujó en 1860 su famosa vista aérea de Córdoba aparecían como una explanada terriza.
El verde cuadrilátero concentra algunas curiosidades. Una reciente restauración devolvió su esplendor al vistoso edificio palaciego que domina la vertiente norte, construido a finales del siglo XVI por un canónigo, Juan Sigler de Espinosa. Más tarde perteneció al Marqués de Valderas, que en los años veinte del pasado siglo lo vendió a las Siervas de María Ministras de los Enfermos –como Salus Infirmorum, Salud de los Enfermos, bautizaron la casa–, y en él permanecieron hasta finales de los ochenta. Hoy acoge al Instituto de Estudios Sociales Avanzados. Una hermosa torre mirador, cuyas tejas vidriadas brillan al sol, subraya la esquina que busca la muralla, mientras que en la fachada llama la atención del viajero la bella galería de arquillos del piso superior y el delicado relieve inscrito en un friso de azulejos que representa dos pavos reales sosteniendo un blasón.
La plaza está de suerte. No sólo ha recuperado este noble edificio, que las Siervas de María abandonaron húmedo y ruinoso, sino que también ha visto renacer de su largo abandono los baños califales, ahora restaurados y protegidos por una cubierta, que sirve también como plaza aterrazada. Los baños califales propiamente dichos constan de salas templada y caliente, a las que hay que añadir la sala fría de otro baño almohade posterior. El milagro de una olvidada ruina puesta en valor permite a los viajeros imaginar que regresan a la Córdoba musulmana.
Junto al rincón donde abre el restaurante Almudaina no pasarán desapercibidas al viajero curioso dos ventanas tapiadas de raigambre gótica, que pertenecieron al antiguo Palacio Episcopal, construido en el siglo XV por el obispo Sancho de Rojas y destruido dos siglos más tarde por un incendio. Por encima del inhóspito muro que cierra el solar asoma la torre catedralicia anunciando su cercana presencia.
Dos jardines triangulares, separados por una vía diagonal adoquinada que canaliza el persistente tráfico, configuran este verde pulmón en la antesala del Alcázar, cuyas murallas y torres amarillean entre la arboleda. Predominan los umbrosos plátanos de oriente, los fragantes naranjos y las esbeltas palmeras datileras, junto a especies más infrecuentes, como robinias, prunos, palmeras washingtonias y un ejemplar de casuarina.
Los ajardinados setos arropan dos monumentos. Frente al muro del antiguo palacio episcopal un templete sustentado por columnas de mármol cobija dos delicadas manos esculpidas en bronce. El viajero se preguntará qué significa, y enseguida encuentra la respuesta en la inscripción del pedestal: “La ciudad de Córdoba a los enamorados el poeta Ibn Zaydun y la princesa Valada”. Y como testimonio literario de aquel amor de fábula, una estrofa pone en boca de la princesa: “Tengo celos de mis ojos, de mí toda, / de ti mismo, de tu tiempo y lugar, / aun grabado tu en mis pupilas, / mis celos nunca cesarán”. Es el monumento a los amantes, proyectado por el arquitecto Víctor Escribano. El otro monumento, erigido en 1976 a la memoria de al-Hakam II, y perdido entre los setos de la vertiente opuesta, mejor es olvidarlo en este recuento de encantos, pues ni la calidad artística de la estatua ni el pobre diseño del pedestal están a la altura del culto califa al que se pretende homenajear.

Textos: Francisco Solano Márquez
Diario CÓRDOBA
Córdoba, 2003


















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